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fabian soberon
Photo by: Ric Capucho ©

Hospital

Su papá murió de día, con los pájaros rondando en el techo, con la silueta iridiscente de los faroles de la esquina. Mamá esperaba que ese hecho nunca ocurriera y a la vez era un anhelo inconfesado, una ilusión fracasada ante el tremendo cansancio que la corroía hora tras hora. Quizás por eso, por la paradójica condición del deseo, su cuerpo dijo basta. La llevaron en una camilla sencilla y corta. Una amiga del trabajo la recibió en el cercano hospital. La amiga era maestra y enfermera. La miraba de mañana, mientras ella dormía, con la ventana abierta y las nubes corriendo por las paredes como ardillas inquietas. La revisaba de noche, antes de que los coyuyos dejaran de entonar su larga música furiosa.

Estuvo noche tras noche en una especie de duermevela silenciosa y vaga. Pasó días interminables sin que supiera si la luz mordía el aire o si la luna se posaba en la ventana para mostrar su rostro blanco y lejano. Pasó días en el más completo sueño. El impulso ácido de la muerte rondaba con su daga filosa y el viento movía las faldas de esa amiga fiel y cáustica que le hablaba solo para devorar las horas.

Después de un par de semanas, su cuerpo se reconstituyó. Y volvió a la casa. Se despertó como si le hubieran quitado de encima un manto vil.


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