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edward hopper
Photo by: vec.tor ©

Hopper y la luz

En la noche, en la cafetería los clientes intentan compartir su soledad. Aislados por cristales, abrazados por una luz metálica y magnética, buscan alguna intimidad. Es lo que refleja  Nighthawks (Halcones de la noche, 1942), obra arquetípica de Edward Hopper (1882-1967), uno de los grandes pintores del siglo XX. A la magia de sus pinceles se le adosa una interpretación habitual: una pintura que expresa la alienación del hombre moderno. Un perfil innegable del artista pero que, a nuestro entender, no agota la totalidad de su universo estético. En los grandes artistas su fuerza expresiva a veces no es tan explícita o evidente.

Mediante un recorrido reflexivo por algunas de sus pinturas podemos encontrarnos con otro rostro del artista.

En Sol matinal (1952), una mujer con su vestido rojo, sentada con sus brazos extendidos sobre las rodillas arqueadas, contempla la luz que ingresa a través de una ventana. La figura es la variación de un tema arquetípico en Hopper, que no debiera ser ignorado en beneficio “del artista de la alienación”: lo femenino observando algo otro, exterior, distinto, no humano. A través de las ventanas abiertas, siempre abiertas, la luz diurna, matinal, devuelve a la mujer una actitud alerta, receptiva, asombrada. La mujer que contempla y celebra la luz en Hopper se repite también en Mediodía (1949); Un mujer al sol en Cape Cod (1950); Sol en la ciudad (1954); o Mañana en la ciudad (1944).

En Una mujer al sol (1961), una mujer atisba ahora la luz que se difunde, nuevamente, por otra ventana abierta. Está desnuda, de pie. Sostiene un cigarrillo. Es de nuevo la mujer que recibe la luz no humana y superior del sol. Pero también es la mujer urbana que, en su soledad y silencio, se religa con la fuerza del cielo.

La expresión de la alienación urbana que ya hemos mencionado en Hopper es el encierro, sin amplitud y luz. Pero en la poética visual del artista se repiten, obsesivamente, las ventanas y las puertas abiertas. Así se restaura la comunicación entre lo exterior y lo interior. Lo interior: lo humano en su hábitat urbano encerrado; lo exterior, la luz que precede al hombre, y que fluye en el tiempo e ilumina el espacio.

La luz en Hopper siempre es dentro de un entorno espacial abierto. Es lo que ilumina el recuerdo de que lo humano surge en la precedencia misteriosa del espacio, de la tierra y el aire.
La luz de Hopper disuelve lo separado e incomunicado. Funde la interioridad y exterioridad también en una casa distinta, abierta, no encerrada. La casa icono de lo abierto en Hopper es Habitación al mar (1951).

Una casa se alza frente al océano.

Una puerta abierta permite la llegada de la luz matinal en la interioridad antes cerrada de la habitación, que también acoge el azul brillo de las aguas. Por la luz que se ilumina y expande acontece la reunión de la casa y el espacio, de la naturaleza y la cultura.

Proceso que también se reitera en un Sol en una habitación vacía (1963). La apertura de ventanas y puertas, por la que ahora puede fluir lo que ilumina la interioridad de habitaciones antes cerradas, recluidas en límites estrechos.

La luz que se adentra en un recinto arquitectónico en principio separado o cerrado estimula también una posible asociación con lo luminoso que se infiltra dentro del templo gótico inventado por la edad media. La luz solar que, en las iglesias de origen medieval, atraviesa los vitrales esmaltados de imágenes de santos, historias y simbolismos bíblicos, e ilumina el altar o la nave del templum.

Así, la luz gótica abre también lo cerrado, ilumina y eleva. Pero desde un fuerte condicionamiento cultural: es la luz convertida en un signo del Dios cristiano. Esa luz gótica es distinta a la luz física e inmediata que, en Hopper, ilumina y abre una habitación cerrada; la luz desnuda o primaria que, a diferencia de lo luminoso gótico, ilumina a la mujer de Sol matinal y reintegra y religa con el espacio amplio del cielo, del mar, de la tierra, no reducido a la forma de un templo.
La potencia de la luz que disuelve lo separado, tiene un antecedente en un aguafuerte del joven Hopper: Viento en la tarde (1921). Aquí vemos nuevamente una ventana abierta. Una mujer, otra vez, recibe, desde una actitud de concentración (que une asombro, veneración y sorpresa) el viento que llega a través de los vidrios que se abren. El ingreso de los sutiles caballos del aire cobra visibilidad por el movimiento ascendente de una cortina. El rostro de la mujer no es visible. Pero podemos sospechar la transfiguración de sus facciones, cuando goza con la percepción de la elemental fuerza del viento.

Luz y viento que invaden, inundan y regresan como memoria visual de las fuerzas materiales del espacio que el humano debiera venerar. Pero el sapiens puede autoengañarse, y pensarse creador u ordenador de la naturaleza. Y en este engaño puede olvidar que solo es gracias al espacio, la luz, a la circulación generosa del aire.
Una obra emblemática de este proceso en Hopper es quizá Tomando el sol (1960).

Un grupo de personas sentadas contemplan la luz que se vierte sobre ellos con una serena, pero a la vez, explosiva potencia. Los cuerpos absorben la luminosidad. Y se deforman. Se acercan a lo caricaturesco. Pero la aparente deformación es surgimiento de una nueva relación positiva, porque ahora los hombres y mujeres sentados devuelven a la luz su primacía y ven, fascinados, asombrados, su poder elemental.

Lo realista de la pintura de Hopper no se ciñe así a la elegía del individuo alienado en la ciudad, atrapado en su incapacidad de comunicación. En su arte, el humano también está abierto, integrado y no alienado, en la luz natural.

El realismo de Hopper no se limita así a confirmar el encierro y la soledad dentro de la ciudad. También hace otra vez presente la universalidad de la luz. La luz que devuelve el espacio que contiene a la ciudad misma y a los seres encerrados. Esa luz del sol matinal que ilumina un nuevo comienzo, que se muestra a través de una ventana abierta que una mujer contempla, en silencio.


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