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Fabián Soberón

Hopper y la eternidad

Denise conversa con Lena en el primer piso de un estrecho bar. Denise es poeta y le cuenta sus investigaciones para el centro científico argentino. Lena es estudiante de Artes y acaba de llegar de Colonia. Al lado, dos jóvenes árabes juegan al ajedrez. El murmullo del bar crece con la oscuridad.

Abajo, en la calle, una mujer con tul en la cabeza y un hombre oscuro están apoyados en un auto. Es una pequeña empresa de taxis. Ella levanta el cigarrillo y mira hacia la noche vacía. El hombre busca el encendedor y pone el cigarrillo en la boca. La mujer lo mira y luego le dice algo en turco. Al lado de ellos, hay un bar chico, en penumbras, de comida turca. Se llama Estambul. Más adelante, en la misma cuadra, una mujer está tirada en el piso con las piernas cruzadas. Lleva un trapo en la cabeza y habla en una lengua oriental. Estira su brazo y pide refugio o comida. No le entiendo. Pero supongo que es una sobreviviente.

Al frente está la pequeña plaza Konrad Adenauer. Es la plaza que antecede a Hauptbahnhof, la estación principal de Düsseldorff. Dentro, pululan los viajeros y los apurados transeúntes. Nadie se detiene. Nadie mira a nadie. El único idioma que escucho es el alemán. Pero en la vereda hay un puesto de protesta. Detrás de un mostrador improvisado, un grupo numeroso habla en un idioma desconocido. En el piso sucio, una larga pancarta tiene fotos con cuerpos heridos y se lee en alemán un pedido de ayuda y de justicia. Protestan por la masacre en Kurdistán.

Recorro los puestos de comida. Son casitas de madera, rústicas, con luces diminutas, amarillas, que imitan, de forma rápida y kitsch, los arbolitos de Navidad. En el frente del edifico principal de la estación, titilan unas luces estridentes. Es el mes de las fiestas. Y las empresas que custodian la estación quieren estar a tono con los festejos.

Es curioso que, más allá de los gestos comerciales, la gente no habla de la Navidad. En la televisión las publicidades usan el pretexto de Santa Claus para vender los productos. Pero en las calles no se escuchan ni cohetes ni estruendos y la Navidad parece más una asombrosa ausencia que una negativa rebuscada.

En el primer piso del bar estrecho, Lena le cuenta a Denise sobre su interés por Argentina. Bajo una luz mortecina, hablan de los avatares del viaje y del futuro político de Europa frente a los ataques terroristas.

Lena es alta y delgada y maneja el español con fruición y destreza. Podría ser una ciudadana de Rosario o de Buenos Aires si no nos hubiera aclarado que nació en Münster, una ciudad cargada con un pasado ligado a la paz de Westfalia.

Lena y Denise hablan como dos personajes de Hopper. El cono de luz diseña la atmósfera del pasado y las telas rojas de las ventanas tiemblan por la brisa helada que inunda la ciudad.

Cuando bajo a pasear con mi hija pequeña, percibo el tenue triángulo de luz que envuelve a Denise y a Lena. La penumbra convierte a los cuerpos en sombras de chocolate.

Ellas siguen la charla. Y los trenes callejeros, los modernos tranvías nocturnos, cortan el paso como autómatas prosaicos.

Camino con Catalina de la mano. La mujer morena que custodia el auto hilvana su cigarrillo frente a la noche con nubes provocativas. Avanzamos y Catalina se ríe sin motivo. Me pregunta qué hace esa mujer tirada en el piso. Nada, le digo. No sé cómo explicarle que es una fugitiva o alguien que simplemente no tiene dinero. Cuando pienso en una posible razón, advierto la carga abstracta del dinero.

Vuelvo sobre mis pasos y veo el rostro quebrado por las sombras del hombre que regentea la pequeña empresa de taxis. En el bar Estambul los murmullos crecen. Mientras la fuerza imbatible del viento me pega en el cuerpo, advierto que gracias a Edward Hopper Denise y Lena ya forman parte de un instante de eternidad.


Photo Credits: Savara (deprecated)

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