Un hombre cuyo único placer radica en limpiar obsesivamente los vasos de su antigua vida, una exbailarina que se debate entre la locura y la sanidad, un profeta, un terrorista, hombres convertidos en bestias y un autor solitario son algunos de los retazos desperdigados que dejó el apocalipsis. Como si se tratara de un collage de imágenes y sentimientos, “Hopper y el fin del mundo” (editorial Milenio, 2021), la última novela del escritor venezolano Fedosy Santaella, se afana en entretejer esos restos de la humanidad en un recorrido tan excéntrico como heterogéneo.
Dividida en tres partes, la obra de Santaella narra las diferentes maneras en las que un cúmulo de personajes hacen frente a las postrimerías de la sociedad. Para ello, el autor echa mano de herramientas que ha ido puliendo en sus trabajos anteriores: el lenguaje poético, el diálogo interior, las reflexiones ensayísticas y los “capítulos paréntesis” que cortan la obra para ahondar en el contexto de lo narrado. El resultado es una pieza proteiforme que se inscribe en la tradición de la ciencia ficción especulativa latinoamericana.
No obstante, Santaella aborda el tópico con originalidad. Contrario a las expectativas, en “Hopper” el apocalipsis no vino desde afuera ni por accidente: no fue por alguna cepa viral, ni por muertos que vuelven a la vida ni por extraterrestres conquistadores. Por el contrario, la premisa de la obra, y lo que la separa de la mayoría de las producciones del género, es que en esta historia el desenlace fatídico de la especie estaba ya determinado por su propia existencia: el final de los humanos, parece insinuar la novela, está ya contenido en la humanidad misma.
Esta no es la primera vez que Santaella narra posibles escenarios apocalípticos. Ya en algunos de sus relatos de “Terceras personas” (2015), así como en algunos pasajes de “Los escafandristas” (2014) o de “En sueños matarás” (2013), se perfilan vaticinios de un final producto de la maldad humana, y se trazan las líneas maestras, a veces metafóricas y otras veces muy reales, de una sociedad arrasada. Pero es en “Hopper” en donde todas esas insinuaciones y premoniciones adquieren finalmente su papel protagónico.
El sentido del fin
El ánimo general de la novela evoca a “Stalker”, de Tarkovski; la descripción de los escenarios la emparentan con la reciente “Station Eleven” y el viaje poético de los protagonistas recuerdan al del héroe de “Valhalla Rising”. Como en los casos anteriores, “Hopper” destaca porque el fin del mundo es solo una excusa para reflexionar en torno a una dualidad de la naturaleza humana: los personajes de la novela se debaten entre la bestialidad que preserva la vida biológica y la pretensión de trascender la existencia carnal mediante el arte.
En “Hopper”, el final ya ocurrió. En esporádicas “precuelas” se narra cómo se desató el apocalipsis: centrados en la Venezuela de los últimos años (pero que podría ser cualquier lugar de mundo), las señales que presagiaban el fatídico destino eran las violencias cotidianas de quienes no dicen “por favor” ni “gracias”, la intolerancia y el irrespeto por la propiedad del otro.
Años después, una vez ocurrido lo peor, asistimos a la vida de un bartender que recuerda a viejos poetas y músicos mientras se afana en limpiar los vasos, que le recuerdan a su antigua vida, y en servirle a los pocos clientes que aun lo frecuentan, hasta que aparece “el hombre toro”. Al mismo tiempo, una exbailarina intenta preservar lo que alguna vez fue y sobrevivir a la locura, aunque poco a poco escucha cómo se acerca una “jauría” que amenaza con erradicar sus últimas esperanzas. A eso se suma un profeta que guía a una manada de bestias, un dibujante incapaz de hacer daño y la presencia continua de los aullidos que vienen de todas partes.
Los nombres ya delatan el sentido del final: la bailarina, el lector y el pintor resisten los embates de las bestias, las jaurías y los animales, que son el resultado de esa existencia más allá de la sociedad. En ese estado final, la verdadera lucha es la que se da entre la pulcra creación artística del hombre y sus pulsiones animalísticas. La novela parece decir que solo la creatividad puede conducir a la salvación, así sea personal e íntima.
Allí radica el peculiar sentido del final contenido en la novela de Santaella.
La obra, no obstante, no es ingenua. Al final, el arte quizá no sea suficiente. El lector y la bailarina no temen a las bestias, las esperan como si siempre hubiesen estado ahí, acechando. En el apocalipsis de “Hopper” solo queda aferrarse a los pocos momentos de tranquilidad creadora, porque el mal no descansa y su presencia es destino.
En las antípodas de la novela
Al leer “Hopper y el fin del mundo” se puede tener la sensación de estar o bien ante una novela poética o bien ante un poema narrativo de largo aliento. Santaella deshace el lenguaje narrativo convencional y produce una mixtura degenerada. Hay una historia y hay acontecimientos, pero estos están subordinados a la belleza estética y reflexiva que busca, más que el recuento de eventos, plasmar ideas, sensaciones y maneras de estar en el mundo.
Las últimas obras de Santaella ya apuntaban a este vuelco lingüístico (a falta de una palabra más precisa). Desde “El dedo de David Lynch” (2015), en la que el autor esbozó un lenguaje que fluctúa entre la poesía y la narración, hasta “Barcos invisibles” (2020), lleno de poemas narrativos, y pasando por “Los nombres” (2016), en donde el ensayo se mezcla con la narración, el autor tiene ya larga data retando los límites de los grandes género en un proceso de desintegración poética.
En “Hopper y el fin del mundo”, esto se hace más claro con las entradas tituladas “Sobre el autor”, en las que un creador (no importa si es el mismo Santaella o uno imaginario) ensaya reflexiones sobre el lenguaje y sobre la sociedad contemporánea. Entonces se hace confuso si el ensayo está al servicio de ampliar la trama o si, por el contrario, lo narrado es solo un largo ejemplo de esas reflexiones.
¿Acaso importa? “Hopper y el fin del mundo” declama y narra el final de los tiempos, el apocalipsis; al narrar cómo se deshizo la vida social y las costumbres, también deshace los géneros. En un registro metaliterario, la obra es pura creación sin límites y un artilugio contra una conformidad animal.