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Arturo Serna
Photo Credits: cea + ©

El hombre sentado de Francis Bacon

En el cuarto vacío, un hombre mira a la cámara: está solo. La silla es justa pero el cuerpo está incómodo, como si la silla fuera estrecha. Los brazos agarran una pierna, la aprietan. El hombre quiere a la vez irse y quedase. Detrás, una puerta violeta cierra la composición.

El estupor mayor está centrado en el rostro. Allí se cifra el dilema de la identidad, del yo.

Un pintor del siglo XX responde con inteligencia a la pregunta realizada por los filósofos a lo largo del tiempo. ¿Qué es el yo? Nadie lo sabe. Francis Bacon añade una respuesta posible. El hombre que está sentado, incómodo, en una silla curvilínea puede ser pensado como un retrato del pintor Francis Bacon. Su rostro es un cúmulo de dudas antes que una transparencia. Pareciera que el pintor Francis Bacon nos dice que ese hombre pintado, el que está sentado, tiene una identidad confusa. O, mejor, expresa con líneas y formas que la identidad es una confusión, un problema, un conflicto. Aún más: la identidad tiene una cualidad enigmática, difusa. El rostro tiene los ojos, la boca y la nariz delineadas con colores que se corren, que se fugan, que difuminan el rostro. En este sentido, se podría decir que el rostro como expresión visible del yo porta ciertos rasgos desfasados, incomprensibles. Si tomamos esta metáfora como cierta, el pintor y ahora filósofo Francis Bacon nos muestra que el yo está borrado, está corrido de un lugar, de un rol, y que nadie sabe cuál es el origen del yo. Y podríamos pensar que si el yo tuviera un centro no sabríamos cuál es.

El “Autorretrato” de Francis Bacon nos ha ayudado a expresar una idea sobre el enigma de la identidad personal.


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