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Sara Zuluaga García

Hojas secas

Una crónica sobre la insignificancia de planear el futuro

Eran jóvenes aún. Ambos tenían las cobijas hasta el cuello y juntaban sus espaldas; una de las patas de la cama tambaleaba a punto de irse a través del roto de la esterilla que estaba bajo el tapete. “Oíste Maru, yo a vos sí te quiero, es que yo me he puesto a pensar mija, y yo quiero pasar el resto de mi vida con vos. Que tengamos ocho hijos: cuatro hombres y cuatro mujeres, todos profesionales y gente de bien. Yo quiero que muramos, aunque pobres y enfermos, agarraos de la mano.” “E avemaría, claro Cristo Viejo, y vamos a tener una casa grande de esas de dos pisos, con un solar y árboles de limones, y perros pa’ que cuiden”. En casi todo tuvieron razón.

Era 1962, María estaba esperando a su primer hijo de los ocho que efectivamente tuvieron. Cristóbal salía todos los días a las 7:00 de la mañana a esperar la ruta que lo llevaba a su trabajo, luego llegaba al medio día y María le tenía el almuerzo servido y caliente, él se iba de nuevo y llegaba a las 6:00 de la tarde, muy cansado, entonces dormían. Siempre tenían la esperanza de pavimentar ese patio grande y lleno de árboles que tenían, siempre quisieron que los ladrones dejaran de robar las camisas de Cristo y los calzones de María, pero no había perros aun. Siempre pensaban en viajar juntos, conocer muchos restaurantes “apersonados” como dice ella, siempre aspiraron tranquilidad, amor y vejez. En los cajones de la casa había medias, tarros de mayonesa y hasta hojas de papel envolviendo monedas o billetes que incluso ya estaban fuera de circulación; guardaban todo lo que les pudiera servir en el futuro. Guardaban objetos y aventuras que quizá los unirían toda la vida.

En 1980, Colombia modificaba la ley 44 y abundaban filas de ancianos en personerías y contralorías pidiendo indicaciones sobre el manejo de su pensión. Mientras eso ocurría, en el barrio La Isabela faltaba un cuarto para las 12:00 del mediodía, y el almuerzo no estaba caliente, ni servido. Cristóbal y María ya habían conseguido poner baldosas en algunos cuartos que estaban antes en obra negra, ya tenían también dos perros cuidando el patio y palos de limones, de sapotes y de guayabas, también unas guaduitas y los alambres para colgar la ropa. El patio ya estaba pavimentado y María ya había tenido siete partos.

Hace poco fui a La Isabela, el barrio en el que sigue viviendo María. Me senté a hablar con una de las vecinas sobre ella y Cristóbal. Me dijo: “Mija, qué pecao doña Maruja como se soportaba esas borracheras de Don Cristóbal, es que él no la valorizaba. Bien mujeriego que sí era. Y a veces se escuchaban golpes y esos culigados chille que chille. Yo sí sabía que le tenía que llegar la recompensa a doña Marujita”. Pero eso vino después. Porque para 1980, ni la vecina, ni ninguno de los siete hijos que iban desde los 2 hasta los 18 años, ni la hija número ocho que llegaría al mundo un día antes del cumpleaños de María, ni los nietos que más adelante tendría, ni ninguna de las otras seis vecinas chismosas, ni el congreso de la república que pensó ese mismo año facilitar todo para ellos en cuestión de dinero, ni los dos perros, ni los ladrones que robaban limones, guayabas y sapotes, ni siquiera el mismo Cristóbal a sus 64 años, imaginarían porqué, de lo planeado, cumplirían todo menos lo más importante.

Pocos días después de reunirme con la vecina hablé con María, quería saber qué había pasado con su vida al lado de Cristóbal: “Vea mamita, ese viejo fue tan tacaño conmigo que una vez fuimos a un matrimonio y yo oía que me gritaba y me gritaba, cuando fui a mirar era que el hijuemadre quería que el carro de los novios nos arrastrara hasta la fiesta. Eso no es nada, a veces pa’ los desayunos cocinaba un huevo y lo teníamos que partir pa’ los dos, y luego por las noches el muy desgraciado llegaba con zapatos nuevecitos. Por eso y muchas otras cosas, el trago, la diferencia de edades, lo mujeriego que era, aunque yo no me quedé nunca atrás, por todo eso fue que decidimos justo el año en el que nació Adriana, separarnos. Pero bueno mamita, ya eso qué hijuemadres” María se había casado a los 19 años, se separó a los 38, y nadie tenía cómo imaginar lo que sucedería a sus 72.

Dos años antes de casarse con Cristóbal, a sus 17, María había conocido a un joven de su edad. Por cuestiones de religión y de estatus, su madre jamás le permitió recibir los regalos que le enviaba Isrrael, su amigo; lo que hacía María era sentarse muy cerca de la ventana y esperar a que él pasara rápido para que su madre no la castigara. En esa fracción de segundos, los ojos de Isrrael quedaban congelados en ella, unos ojos negros y brillantes con ganas de decirle tantas cosas, que aun, a sus 72 años, María pensó que jamás escucharía. Lo correcto en ese entonces era que ella se casara con Cristóbal García Gutiérrez, que era de mejor familia, y así fue. De Isrrael, de sus zapatos sucios y desgastados, de sus manos ásperas de trabajar y de su sonrisa temerosa jamás volvió a saber nada. Tampoco de las mariposas en el estómago.

Para cuando me reuní por segunda vez con María, en febrero de 2013, ella le untaba a sus zapatos la pintura de aceite que sobraba del retoque de la reja, en las navidades se escondía para comer más y el día de brujas no abría la puerta para quedarse con los dulces. Era una mujer que caminaba a pasos largos vestida con batas guajiras, anchas y de colores, una mujer que le enseñaba a sus nietos a decir groserías antes de que ellos las aprendieran en la escuela, una mujer de aquellas que luego de agradecerle a Dios por la comida, echaba un madrazo; una mujer que todo el día hablaba con su lora “Tati” y que incluso dormía con ella, era una mujer, que cada día caminaba más despacio. Y justo pasó cuando dejó su cabello totalmente blanco, cuando tenía siete kilos de más, ocho nietos y uno en camino, cuando no se pintaba las uñas, cuando pasaba por alto si usaba bracier o no, justo a sus 72 años, cuando sus hijos la llamaban en horas y días fijados para preguntar si estaba viva y colgar, cuando lo único que hacía era sentarse en una silla chueca a esperar que algo pasara, o que dejara de pasar. Justo cuando hasta asomarse a la ventana le causaba nostalgia. María Rita Arbeláez, con flujo sanguíneo lento, con insuficiencia cardíaca del 17%, con síndrome coronario agudo, y con cientos de medicamentos en su gaveta de la cocina, se enamoró.

Fue a eso de las 2:00 de la tarde, un jueves soleado de julio del año pasado. A los oídos de María llegó la noticia de que una antigua amiga había fallecido. Sin pensarlo, tomó uno de los dos bolsos que tenía; empacó los pasajes y una toalla para limpiarse el sudor. Viajó a Caicedonia Valle. Fueron alrededor de sesenta pasos los que dio luego de bajarse del bus hasta encontrarse con una calle desolada. Estaba perdida. Al girar la esquina pasó despacio por una panadería, alcanzó a ver de reojo que allí había dos hombres tomando café, uno un poco más viejo que el otro. En los mismos tres segundos en los que había transcurrido su vida, sintió cómo uno de los hombres miró su taza de café, volteó su cabeza hacia ella como quien no busca nada, luego la giró de nuevo hacia su taza, y una vez más, ahora rápido y abriendo sus ojos con asombro, la miró de nuevo. Era Isrrael.

Tan pronto María vio sus ojos brillantes, ahora con un par de arrugas a los lados, sus manos aun sucias y sus zapatos tres tallas más grandes, pero igualmente desgastados, supo que ninguna de las prohibiciones de su madre había servido. Hablaron sobre las cosas que no fueron. Pasaron las horas y María llegó de nuevo al barrio La Isabela a las 9:00 de la noche. No fue al entierro.

Desde entonces no hay medicamentos en la gaveta de la cocina, tampoco hay kilos de más ni cabello blanco. Las batas guajiras fueron reemplazadas por unos jeans ajustados. Tatuó su nombre seguido de un corazón rojo, que mirándolo de otro ángulo forma la letra “I”. Está ubicado en un hombro, porque es la parte que a él, a sus 72 años, más le gusta acariciar. Desde entonces en las mañanas Tati le ayuda a María en los terminales de las canciones, mientras los dos perros aúllan y ella cuelga la ropa en los alambres. Desde entonces no importan las llamadas de nadie, sólo las de él. Desde entonces María no camina despacio, María se mira al espejo, María se pinta los labios, a María le calientan el almuerzo y la esperan cada fin de semana en Caicedonia.

Hace unos meses hablé de nuevo con ella, y creo que tengo razones para afirmar que exagera un poco cuando me dice que mientras camina con Isrrael en el parque, sólo se escuchan las hojas secas que pisan. Que de vez en cuando él saca un pequeño peine de su bolsillo y le arregla los cabellos que se le desordenan. Todos los días son el mismo día, todos los días son el primer día y todos los días son el último. María ya no se sienta en el borde de su cama a pensar qué pasará con ellos, porque lo sabe.

¿Son los planes del futuro los que nos hacen estar aferrados a alguien?, ¿y cuando el futuro es la muerte qué? El mundo está acomodado de tal forma, que cuando se está más fuera que dentro, la vida se empeña en no estar fabricada para nosotros.


Photo Credits: Jessie Jacobson

 

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