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fabian soberon
Photo Credits: Bálint Csorvási ©

Hóffý o Islandia en las yungas tucumanas

El auto sube lento por la cuesta de la montaña. La neblina, tímida, se desliza en el aire en cúmulos blancos. Hólmfrídur Gardarsdóttir, alias Hóffý, nómada entusiasta, me habla de sus padres. El padre fue pescador en un pueblo del Este de la isla de hielo y salía al mar a conseguir el alimento todas las mañanas. La madre, como una guerrera silenciosa, cuidaba de seis hijos, sola.

Le pido que bajemos del auto a ver la ciudad de Tucumán desde el parador. Hóffý acepta. La neblina, ahora espesa, nos impide divisar el plano urbano.

Mientras el ascenso continúa, evoca los años laboriosos en un pueblo de Costa Rica. Esa fue su primera inmersión en América Latina. En unos cafetales calurosos, aprendió el rústico español de los campesinos.

«Yo hablaba como ellos. Usaba las malas palabras. Una vez, una señora especialista en economía, muy culta, me llevó a un aparte y me pidió que no usara esos vocablos».

Años después viajó a Buenos Aires y tomó clases con David Viñas y Beatriz Sarlo. Vivía como una sudamericana pobre en una pensión del centro y caminaba por la fiebre plural de una ciudad que recién recuperaba la democracia. En esas noches en las que aprendía a fuego la historia del país, se reunía con los primeros amigos sudamericanos para estudiar.

Al día siguiente de la muerte de Borges, Hóffý juntó el dinero para comprar un volumen que reunía poemas y relatos.

«A partir de ese día, nunca más me separé de ese libro. Hoy tiene un lugar especial, separado, en un estante de mi biblioteca».

Bajamos en el restaurante de Villa Nougues.

Pedimos empanadas de carne y queso. Somos los únicos clientes. El silencio ronda nuestra mesa y las palabras se mueven en el eco mudo de la neblina que asecha en las paredes verdes de la montaña.

Hóffý bebe, tranquila, una copa de vino tinto. Recupera su vida posterior en la Universidad de Texas (EEUU) y pinta, nítida, las horas frente a su primera clase como profesora de español. En el aula, hay un pelotón de militares. Hóffý sube los escalones, recelosa. En Islandia, no hay ejército. La antigua gesta del coraje se ha perdido en la nube del tiempo. Hóffý entra al aula y explica los rudimentos del programa. Los jóvenes aspirantes al ejército escuchan, silenciosos. Hóffý siente que su corazón late a una velocidad inusual. Un dilema atraviesa su mente y su cuerpo. Luego sale y pide hablar con las autoridades. Hóffý está en contra de la guerra. Con resquemor, solicita que la eximan de enseñar a militares. Pide una excepción por conciencia. El jefe militar habla con su superior. Días posteriores, le avisan que puede abandonar la clase.

Por la noche, en el taller de escritura creativa, Hóffý recuerda que en su pueblo, en el Este, bajo la nieve que cae o se eleva vertical, un escritor anciano mantiene, intacta, la tradición de los escaldos. El anciano improvisa versos en las reuniones con niños y adultos. Le digo que ese poeta se parece al payador de la gauchesca. Hóffý se ríe y asiente.

A la mañana siguiente, en una reunión con Judith, Mariana y Juliana, le propongo que leamos el poema “Snorri Sturluson”, de Borges. Leo los versos en español. Las alumnas esperan la lengua de Hóffý. En un silencio que se parece al hielo de fuego, Hóffý lee, en islandés, el poema de Borges. Las palabras se deslizan en el “latín del norte”, esa lengua áspera y lejana. Sin embargo, en la voz amable de Hóffý, el poema se enciende como un volcán helado o como una ventisca de sangre en las luchas vikingas.

Las asistentes escuchan extasiadas. Yo pienso en el destino aciago de Snorri, en las noches blancas, en las olas encrespadas que tragaron al hijo de Egil Skallagrimsson, el poeta al que le cantó el cobarde Snorri Sturluson.

Cuando Hóffý culmina la lectura, el clima se distiende y el aire adquiere una temperatura insólita. En ese instante, me siento en Islandia. Una vez más, la literatura promueve el viaje inmóvil.

Entre risas y cafés, Hóffý cuenta la historia de la palabra en su país. En los siglos XII y XIII, los poetas cantaban, eufóricos, contratados en las cortes. En el XVIII, la oscuridad envolvió a la isla bajo el yugo de Dinamarca. Fue prohibida la escritura. En el siglo XX, llegó la anhelada independencia. Y los escritores debatieron qué hacer con el pasado glorioso inscripto en las sagas y en los poemas de los Eddas.

Nos subimos al auto. Es la segunda noche. Es la alta noche del otro norte, en Argentina. Sé que Hóffý se irá pronto y, con ella, los rastros de esa lengua que hablaron los vikingos y los campesinos nórdicos.

Mientras avanzamos por la avenida Aconquija, en Yerba Buena, Hóffý me cuenta que su padre tomaba unas copas de vino, y que se ponía alegre, solo en dos ocasiones en el año: el día del pescador y el día de la independencia. En las blancas noches de diciembre la buscaba en los cuartos, sigiloso, y la cargaba en la espalda como un animal cariñoso. Supongo que Hóffý aún escucha la risa de su padre en el alba de Islandia. Y ahora tiene un brillo cálido en los ojos, un brillo de júbilo, como si guardara en el rostro una alegría melancólica por lo que está lejos y por lo que está por venir.


Photo Credits: Bálint Csorvási ©

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