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keila vall
Photo by: nik gaffney ©

Hide and Seek: Amor

Cuando amas, amas a todas las personas que has amado

Jeannette Clariond

Acá solo tienen I Love esto o aquello. En un principio el término se me hace insuficiente, se me hace pobre. De tan amplio, vacío. Como buena, es decir orgullosa hablante del español, hija de lectores uno de ellos además escritor, crecí rodeada de conversaciones relacionadas con la lengua, sus contornos y sus circunvalaciones. En casa se hablaba con frecuencia sobre lo difuso (y considerábamos confuso) de la palabra amor en inglés. En nuestro idioma tenemos me gusta, disfruto esto, me gustas, me fascinas o me fascina aquello, te quiero, te quiero mucho, estoy enamorado o te amo. Cada faceta, tono, cada momento sentimental de eso entrañable e innombrable (¡el amor!): tiene nombre en español.

Acá solo tienen I Love esto o aquello. Es en serio: las fajitas, la playa, caminar en la montaña, el veganismo o la carne a temperatura media, acostarme acá contigo, ver el atardecer, el frío, estar juntos, vivir en esta ciudad. A ti, con quien quiero pasar la vida entera: I love you. En mis tiempos universitarios, más o menos por la época en que me fue introducida la palabra saudade, esa otra intraducible, de nuevo surgió el tema sobre el amor y los idiomas, y lo que las lenguas sugieren o evidencian de la cultura que las porta. Porque uno nombra sólo lo que conoce, y eso apenas en mínima parte tiene que ver con la experiencia íntima, privada. Siendo realistas, en mucha mayor medida lejos de ser fruto de una exploración personal, las palabras, o la gama léxica, evidencian lo que la cultura en la que nacemos, que creamos y reformulamos constantemente, considera relevante. Reflejan lo que parece digno de ser, claro, nombrado. No se caiga en el error de pensar que todas las sociedades del globo consideran relevantes los mismos temas, o los perciben de la misma manera, o establecen las mismas relaciones entre ellos.

Durante ese tiempo alguien me explicó erróneamente que los anuit tenían unas cincuenta palabras para referirse a la nieve. Y aunque esto no es cierto, tienen apenas cuatro, la huella de esta imprecisión (en la nieve) se quedó conmigo. Son los finlandeses los que tienen cuarenta. Cincuenta, cuarenta, cuatro. Más allá del número de vocablos asociados a la nieve, lo relevante es que decir nieve cuando sólo estás rodeada de blanco cientos de kilómetros a la redonda, no tiene valor alguno: demasiado difuso. Entiendo también que la palabra árbol no es utilizada por las culturas tradicionales amazónicas. Son nombrados en cambio los tipos o variedades de árbol. Pronunciar árbol cuando se extiende hacia el cielo una selva tupida de vegetación de verdes diversos y de distinto sabor, textura y utilidad a tu alrededor, una selva de sentidos tan tupida que casi no logras ver el cielo, o que posterga la necesidad de cielo incluso, resultaría inútil.

Amor. Me levanto del escritorio para buscar un libro sobre el amor. Me pregunto por Kant las emociones y los sentimientos. Me pregunto si debería releer algo sobre el asunto. No. ¿Y sobre la teoría de los afectos en música? 

No.

No sé si es mi voz, pero hay una voz que me dice al oído: deja en paz a los expertos.

Me pregunto por los poemas que he recientemente leído sobre el tema. Desando los pasos hacia la biblioteca, a la sección de poesía, que, sí, amorosamente ordeno por orden alfabético, en mi empeño por cuidar cada volumen, y amorosamente también desordeno y marco y apunto en los márgenes, en mi determinación por sentir respirar cada uno, por hacerlos míos. Me pregunto qué he escrito yo sobre el asunto y también de qué valdría releerlos 

(de nada).

Deja. Deja esto.

No es fácil hablar sobre el amor porque es un sentimiento difuso, líquido, y trasvasable (pienso que esta palabra no existe, la inventé en un poema: me hizo falta). Además de ser un tema incluso espinoso desde el punto de vista íntimo y político (cuidado acá con lo de la fluidez, con lo de la liquidez, cuidado), hablar sobre él resulta cursi.

Las alarmas se encienden de nuevo. ¿Qué haces? Sal de ahí.

Sal de ahí. Tienes todo qué perder.

Pero me encuentro de nuevo ante la pantalla. Me digo: no definirás al amor porque esto es imposible. Recuerda, en cambio.

Dijo M un día, cuando le pregunté por su vida amorosa: No estoy seguro de mi vida amorosa. Qué pregunta tan cargada. (¿Cargada? Pero si es tan simple, pensé). Dijo M: Es difícil responder considerando que existe love, Love, LOVE (hablábamos en inglés, textéabamos, más bien, y usó altas y bajas: ciberlenguaje: requiere estas distinciones). Si alguien me preguntara por mi vida amorosa no sabría qué decir, concluyó M. Entonces dijo: Me sería más fácil responder preguntas como ¿Vives en un harem?, ¿tienes una novia?, ¿duermes con alguien?

M, hay que decirlo, es brillante. Con su respuesta dio cuenta de la insuficiencia del término love, pero también de algo más, de lo relevante de la práctica. Lo importante, me digo, es la conversión del nombre en verbo.

Según S, la manera en que la humanidad en tiempos y espacios contemporáneos se ha aproximado al amor evidencia una enorme falla. Una grieta tectónica profunda y peligrosa (esto lo digo yo, esto es lo que entiendo de lo que mi amiga dice). Si este sistema, este mundo, nos dejara vivir el amor de forma expansiva, entender y vivirlo tal como es, sin etiquetas ni controles, no temeríamos expresarnos libremente, dice S. Seríamos mucho más felices, concluye.

No podría estar más de acuerdo, S. Eres una genia (por cierto, según el Diccionario de la Real Academia Española, o ningún otro, si a ver vamos y fuimos, la palabra femenina genia no existe más que como sufijo, como:

“–genia: Significa ‘origen’ o ‘proceso de formación’. Orogenia, patogenia.”

Para las personas inteligentes está el vocablo masculino “Genio: Índole o condición según la que se obra comúnmente. / Capacidad mental extraordinaria. Calderón es un genio”.

(Hmmm).

Volviendo al amor y hablando de mujeres brillantes, de genias, que originan y tienen una capacidad mental extraordinaria, digamos, hace poco escuché a la poeta y traductora mexicana Jeanette Clariond en el Instituto Cervantes de New York. Un rastro, el rastro de una frase que escuché de su voz, me asiste ahora. Dijo: “Cuando amas, amas a todas las personas que has amado antes. Cuando haces el amor, llevas contigo en ese acto a todas las personas que has amado antes.”

Así, me digo, como una línea no es más que continuidad de puntos, la línea que delimita la figura de mi cuerpo está hecha de puntos; así como una consecución de puntos forman los tatuajes en la piel, mi historia y mi amor está conformado por los amores que han sido y a fin de cuenta son uno solo. Sólo cambia el espacio real o imaginario que se le otorga: sólo importa el verbo y la locación de ese amor. Es en el ejercicio cotidiano del amor físico o imaginado que radica la diferencia. Es en su conversión al acto mismo, en la manera íntimamente política en la que lo asumes, que el amor se manifiesta. Como fuere, es siempre una y la misma fuerza.

También dijo Clariond aquel día: El poeta siempre está en falta. De la misma manera, el amor, me digo, estará siempre en falta. Está en redefinición constante, vive o es buscando su sentido, buscando su forma. Imposible no pensar en Darío acá: el amor persigue su forma como el poema (¿sin encontrar su estilo?). Estará siempre en falta porque está siempre en formación. A menos fronteras y divisiones y muros de contención, más completo es. Más completo está.

I love you, I love this toma un nuevo sentido. En la simplicidad, la respuesta que busco. En la fluidez, la certeza que me embarga. Lo último que anoté aquella tarde de la voz de Jeanette Clariond fue: La lengua madre del poeta es el silencio.

Con esto me quedo. Permanezco acá.

Me quedo acá.


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