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paola maita
Photo by: Bruno Girin ©

¡Hasta el c*ñ*!

Durante las primeras semanas del confinamiento en el 2020, hice un par de compras que quizás en otras circunstancias no habría hecho. Una de las cosas que compré fue un Satisfyer. Tenía tiempo sintiendo que la relación con mi cuerpo estaba empeorando, y en algún rincón de mi inconsciente se gestó la idea de que una de las formas de reparar esta relación podría ser hacerme cargo de mi propio placer. En los últimos años, me había acostumbrado a sentir placer cuando otro me lo otorgaba. Salvo puntuales circunstancias, dependía de alguien más para poder disfrutar mi cuerpo, y había llegado la hora de cambiar eso.

Una vez llegado el paquete a mi casa, he de admitir que me costó comenzar a utilizarlo. No se trataba de un asunto de desconocimiento ni de no saber qué hacer con el juguete. La verdad es que hacerme sentir placer a mí misma estaba más cerca de tener relaciones sexuales con un desconocido en un bar que de un acto de amor propio, autoconocimiento y autoexploración.

La primera vez conmigo misma me sentía casi tan incómoda como cuando era una virgen a los 17 años. En un nivel muy profundo, me costaba aceptar la idea de que era capaz de estar conmigo misma de esa manera.

A medida que lo fui utilizando, fui entendiendo que toda esa dificultad no solo provenía de una educación sexual que me planteó el sexo como un acto meramente reproductivo que conllevaba muchos riesgos si no se tomaban las medidas necesarias para protegerse a sí mismo. La verdad es que nunca había intentado relacionarme conmigo misma a ese nivel.


A medida que iba conociendo mi cuerpo desde el punto de vista del placer, me fui desconectando de la parte crítica que es capaz de generar opiniones objetivas ante lo que ve en el espejo. Estaba tan feliz de sentir todo aquel placer proveniente de mis propias manos, que no quería enlodar la situación con observaciones que implicasen que quizás no estaba del todo contenta con lo que veía afuera.

Sin embargo, llegó el momento en el que no podía seguir engañándome a mí misma. Si 2020 había sido el año de aprender que yo misma podía darme placer, 2021 fue el año de entender que eso no eliminaba la posibilidad de decirme hey, no te estás viendo bien.


Terminando el año, decidí inscribirme en un gimnasio. Este gimnasio en el que me he inscrito es el tercero en el que estoy aquí en España desde que llegué. En todos ellos he tenido una experiencia que como persona criada en Latinoamérica me resultaba un poco perturbadora en un primer momento: La gente anda desnuda en los vestuarios.

A diferencia de lo que había vivido toda mi vida antes de emigrar, aquí nadie quiere ocultar el hecho de que está desnudo en un lugar diseñado para cambiarse la ropa y ducharse. Entras al sitio, te quitas la ropa entendiendo que los otros están allí para lo mismo, haces lo tuyo, te vistes y te vas.

Aunque cada uno esté pendiente de su propio cuerpo, creo que es inevitable observar a los que tienes alrededor. En medio de esas observaciones, he podido detallar los cuerpos de las otras mujeres que tengo al alcance de la vista. Bajo el riesgo de que pueda malinterpretarse, alguna vez he visto las partes íntimas de las otras mujeres que tengo a los lados.

En esas observaciones, he visto gente que se depila por completo, gente que se deja una hilera fina, peludas, pequeñitas, grandes, algunas que se esconden bajo la panza… Del mismo modo, también yo he estado desnuda y me he sentido observada, no solo por las otras, sino por mí misma.

Jamás pensé que llegaría a escribir esta frase: A veces he sentido vergüenza de la forma de mi coño. Tras haber logrado obtener placer utilizando mis propias manos, ahora he comenzado a pensar que no luce tan bien como otros.

Después de meditar sobre esto, me doy cuenta de que no había pensado que la relación con una parte de mi cuerpo podría ser tan compleja.


Photo by: Bruno Girin ©

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