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fabian soberon
Photo by: Marcus O. Bst ©

Hasan y el punk

Hasan es un estudiante francés con padres turcos que vive en Reikiavik desde hace dos años. Como varios residentes en la universidad, maneja varias lenguas.

En la puerta del bar estudiantil –que parece un boliche nocturno–, me cuenta que el frio es proverbial en enero y que las luces artificiales estallan en diciembre con el objetivo evidente de contrarrestar la oscuridad avasallante. El opaco reflejo amarillo ayuda a cambiar la cara de la gente, dice, riéndose.

Hasan escribe una tesis sobre el punk en Argentina.

Ausculto, con timidez, su relación con mi país. Hasan, más tímido aún, mueve los hombros y cuenta que su abuela vivió en el cono sur. Él convivió con los porteños cuatro años hasta que no soportó más.

¿Qué habrá resultado insoportable para Hasan? ¿Los bocinazos, los cortes de ruta, la luz intensa de verano, el olor a las madreselvas?

Una noche, no podría ser en otro horario, Hasan avisa que no podrá estar en la presentación porque forma parte de un grupo musical que toca punk en un sótano. Imagino el ensayo, la batería, el riff de la guitarra, las voces en varias lenguas. Me dice que él ha escrito algunas letras y que primero las piensa en francés, después las pasa al turco e intercala algunas palabras en islandés. Todos los miembros de la banda son políglotas.

La banda de punk es un laboratorio lingüístico, un tubo de ensayo cultural, una máquina eléctrica en el mar helado. La banda toca al alba con letras en varias lenguas –en un sótano de la ciudad– mientras la variación de la luz utópica convierte a las cosas en proyectos de sí mismos. Hasan escribe letras para buscar su perdida identidad en una música frenética.

Miro el reflejo de mi cara en el vidrio de la ventana. Las luces intensas mejoran la respiración de la ciudad.

Una lámpara roja se enciende en mi cabeza. ¿Cómo vive alguien que habla múltiples lenguas y que siente que su vida está dividida en pedazos disímiles?


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