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Dinapiera Di Donato

Has de cambiar tu vida

Para M.E. Rodríguez

Iba a poner luces navideñas en el balcón porque sus hijos vendrían para fin de año. La oración del ángel de la guarda fue lo único que los chicos aprendieron con ella. Los idiomas del padre se fueron imponiendo. Cómo le explicas al pediatra que te despiertas a cualquier hora de la noche y la niña está durmiendo, pero con los ojos abiertos. Entonces ella se calma mirando las siluetas de los naranjales. El marido no tradujo. Pidió tranquilizantes para ella. Sólo los tomó el primer día, prefería vigilar el mar toda la noche, detrás de lar ramas espinosas. La dejó viajar sola con la niña hasta Guayana. Han pasado veinte años, todavía no habían asesinado a su hermano pequeño.

En nuestro encuentro de entonces nos obsequió a todos con joyas. Un muchacho drogado me arrancó aquella cadena de oro que usaba solamente porque ella me hacía falta. Me aferré a un trozo mientras nos gritábamos, él: desgraciada puta rica, y yo: que más puto sería él porque me paraba de lunes a lunes de madrugada para ir al trabajo cuando probablemente él dormía a pierna sueltaaaaaaaa. Era mediodía, la gente nos miraba sin intervenir. El cuello me sangraba un poco. También le grité después a la gente que por qué no hicieron nadaaa. Alguien se disculpó, creyó que se trataba de mi pareja.

Cuando me entero de lo del hermano recuerdo el episodio. Antes, las maniobras para exterminarnos eran más elementales. Ahora un pran que vive en prisión como en un hotel encomienda el trabajo por teléfono. Había seleccionado el auto, entre muchos examinados de una serie de videos que recibía de todas partes. Le gustó mucho el carro, pero más el cuarentón atractivo conocido en su comunidad que lo conducía. Sería como tenerlo a él. Lo de morirse, se lo buscó él mismo por forcejear. Era pleno día, había mucha gente. Nadie interviene, quién sabe de qué arreglos de cuentas se trataría, malicia alguien.

Le pregunto si recuerda el dulce navideño de las frutas de su patio guayanés. El de lechosa, el de merey, el de higos no tanto. La torta negra que se comenzaba a preparar de un año para otro, la intenté este año, no me salió, pero sus hijos no conocen esos sabores. La suegra prefería que usara el recetario que ella misma había aprendido de su propia suegra. Y de dónde sacaría una lechosa verde en aquel tiempo. De pronto es como si nos llegara el clavo de olor de la cocción, cuando los tajos de la fruta parecen acristalados. Nos volvemos a resbalar con las frutas de merecure de la avenida cerca de su casa de niña, manchas amarillas intensas y el almizcle. Ella ya no encontraba las palabras conserva, abrillantar, pasta de mango o cristal de guayaba. Nosotras no crecimos con Scannone, nos enseñaban las amigas libanesas a rellenar repollos que en su nuevo país aderezan con una salsa de limón que no le poníamos en Guayana, sino el invento de Benita, la muchacha que ayudaba en todo. Benita tan callada, que solamente habló cuando descubrió que la secretaria del padre, que era médico, le cobraba las consultas a los pacientes que el buen señor atendía gratuitamente. Tiene 78 años y sigue yendo a la casa a ayudar, mientras alguien viva.

Ella dice que ya desenredó las luces, que las encenderá de una vez. Nota que las ramas del naranjo casi se asoman. Con su hermano habían viajado hasta la playa que solían visitar de niños. Tan blanca y de aguas transparentes como las del país donde vivía ahora, el muchacho que abría las ostras les contó que se iba, que le estaban ofreciendo quince mil dólares por bajar a un tipo. Ella pensó que eran cosas de ennotado, bromeó con él, pero ya no pudo quitarle la vista a la navaja y a las manos rotas por el roce de las conchas. El muchacho se lavaba la sangre en el agua salada donde estaban las ostras. Se dio cuenta por qué ella no las probó esa vez, a pesar de los enormes chorros de limón.

Ya no llora. Cuando los hijos dejen de visitar tal vez regrese a sus costumbres de hace cuarenta años. Ya no soporta los rituales de ellos aunque disfruta las danzas de Isaías de las bodas. En su nuevo país nunca observó fervor, sino competencia y ostentación social. Todo lo que hizo que se marchara a finales de los setenta lo encontró en otra parte. Si al menos fuera católica. Hace poco entró a una de las catedrales más visitadas del mundo y un confesor le negó la absolución. Antes debe arreglar su vida, señora. Se sentó ante un Cristo que le recordó un torso de Apolo del período arcaico. Quiero comentarle el poema de Rilke, le paso el traductor automático, recordarle que ella alguna vez se especializó en arte. Se lo envío pero no lo abre, antes quiere contarme qué pasó en la iglesia. Tomó un libro de himnos para enterarse de lo que estaban cantando, y puso atención a la letra. Decía No temas, en tierras extrañas te protegeré.

De lo contrario, permanecería esta piedra informe y recortada
debajo del arco transparente de los hombros
y no brillaría como pieles de fiera
ni centelleara por todos lados
como una estrella: porque no hay lugar que no te vea.
Debes cambiar tu vida.

Llega el marido y se despide. Hay una tensión intraducible, la suegra viene del apartamento de al lado a poner la queja de la alarma de los parientes que murmuran porque hay luces encendidas en el balcón como si tuvieran niños pequeños, que a ella la vieron asomar arreglada, oyendo música, hablando por teléfono, y huelen que está cocinando como si no estuvieran de luto. Pero cómo olvidarlo si fue ella quien cuidó del suegro patriarca hasta su muerte hace un año. La suegra no menciona al hermano de ella asesinado recientemente en su país de origen. Con tantas venezolanas hijas de potentados que hay por el mundo y venirle a tocar ella a su hijo. La señora lloró. Mi amiga guardó los audífonos, recogió el angelito de cristal, dulce compañía. Ya no podrá ver el poema de Rilke hasta que todos duerman. Tal vez debería pedirle a Sierich que lo traduzca.

Yo desisto de escribir del campo de refugiados que ella había visitado a escondidas del marido, de la suegra, de los vecinos. Le explicaron muchas veces que no escuchara a voluntarios espontáneos, que acudiera a las organizaciones pertinentes, porque no todos eran iguales, no era lo mismo un analfabeta sin dinero que uno de buena familia con ahorros, distinguir a un pobre diablo de un empresario, un artista de talento o un profesional, por mucho que todos huyeran de lo mismo. En el país donde no la dejaron comulgar los viejos al principio malhumorados por la invasión terminaron entendiéndose por señas con los refugiados que al principio se bañaban en el mismo pozo de donde la ciudad sacaba el agua para beber. Antes de que los clasificaran, cuando llegaban caóticamente durmiendo en carpas, ella había notado sobre todo la forma de dormir de muchos niños, con los ojos casi abiertos. De noche creía ver siluetas acercándose a recoger aquellas naranjas meadas por los perros, y la oscuridad se cargaba de una mezcla intensa de los azahares y de los muertos confundidos en el mar.


Photo Credits: Marketa

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