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fabian soberon

Hamlet en Copenhague

«A Alfredo León y Catalina Aru’

En medio de la borrasca, las olas son espejos deformes del cielo nuboso. En las calles estrechas y adoquinadas, una multitud apiñada se dispersa como una banda de insectos nerviosos. Estoy en el puerto de Copenhague. En este instante, me encuentro sentado en una butaca angosta de un barco a punto de zarpar. Pronto saldremos a recorrer los amplios canales del mar escandinavo. Me siento extraño en medio de las cabezas doradas: sobrevuela, en el aire espeso, la esquiva y tenue huella de los vikingos.

Con la orden del capitán, el barco toma la ruta del agua blanca. Las primeras palabras de la guía indican que estamos en el canal nuevo, hecho en exclusiva para los ágiles pescadores nórdicos.

Apenas el sol ilumina el agua. Las nubes ganan el cielo. La guía se sienta en el borde del barco, desafiante, y habla en una lengua que puedo asociar con el danés. Pienso en los gritos antiguos de los vikingos y escucho la ardua pronunciación de esa lengua desconocida. La guía, enjuta y muy blanca, explica en su lengua natal y luego traduce sus palabras al inglés. Tarda en hablar en español. Impaciente, supongo que no dice lo mismo que ha dicho antes en las otras lenguas. Indica con la mano izquierda un edificio nuevo y lujoso. Es el teatro de Copenhague. Y añade que en su inauguración hubo una puesta de Hamlet.

Pienso en el joven filósofo Hamlet, en la cara de un actor danés interpretando la escena en el cementerio, junto a la tumba del bufón Yorick. Hamlet toca, solícito, el lodo espumoso y negro y se ríe al percibir el suave furor del fin. Luego ve el cortejo y llora, enloquecido, frente al blanco cadáver de Ofelia.

Me estremezco. La lluvia finísima empaña la mirada pero no el pensamiento: Hamlet en Copenhague. El viento árido, como la lengua desconocida, se mezcla con el aire turbio y feliz que lanza mi boca al pronunciar la t. Hamlet en la nieve negra de la ciudad, cerca de las olas blancas, tirado en la fosa baja, sintiendo, aterido, la inminencia de la muerte.

El barco se mece por el efecto adormecedor de las olas furiosas. Unas gotas frías se acumulan en nuestras cabezas desprotegidas. La guía dice que el tiempo está malo desde hace semanas y se toca la cabeza como renegando de algún dios del clima. Los pasajeros se esconden detrás de camperas multicolores y otros miran la costa solitaria. Yo me dejo humedecer los párpados y la cara aterida. Siento cómo el agua helada se desliza por mi mejilla: es la forma más elemental de vincularme con esta ciudad antigua y moderna.

La guía se incorpora y muestra con una sonrisa enorme el lujoso edificio de la ópera. Fue inaugurado en el 2005, dice. El frontis y las paredes laterales indican que se trata de un ejemplo pródigo de arquitectura moderna. Una chica de al lado dice que desentona con el resto de los edificios antiguos. La guía agrega en un español estudiado: “es un edificio polémico, que ha generado rechazos en los pobladores”. Yo pienso que una ópera está más allá del tiempo, que la música de Mahler suena para el resto de la historia y que el espacio es una nimiedad al lado del efecto de una sinfonía. Imagino las discusiones acaloradas de los arquitectos y un estertor me despierta: son los aplausos espontáneos de los pasajeros frente a la afamada sirenita. La guía se para. Se ríe, le dice una frase indescifrable al capitán, y luego toma el micrófono, orgullosa, y sostiene que la sirenita es una escultura famosa en el exterior pero que en Dinamarca es una ilustre desconocida, y que solo se acuerdan de la caída repetida de la cabeza. Luego agrega que el escultor se inspiró en su esposa, que era bailarina. Yo suspiro, bostezo, me siento un turista mediocre escuchando los sermones para tontos. Miro a mi alrededor y los flashes innumerables queman la silueta perdida y negra de la sirenita.

Antes de pasar el primer puente, la guía se pone seria y dice que hay que bajar la cabeza, que los puentes son muy bajos y que ya han ocurrido muchos accidentes. Miro rápidamente hacia atrás y veo que un hombre, anciano, aparentemente sordo, permanece parado. Faltan cinco segundos y el hombre no se sienta. La guía se altera. Veo el rubor en su cara, la agitación de las pestañas, la sorpresa incipiente. Giro mi cabeza y veo el cuerpo torcido del anciano, tanteando en el vacío. En un instante, parece que se sienta pero trastabilla. Casi se cae. El barco toca la bocina y el hombre, agitado, alcanza a sentarse. Se ha salvado, milagrosamente.

Con el suspiro en la boca, la guía dice que estamos pasando por un barrio residencial y que a partir de ese instante no puede hablar, que está prohibido. Se sucede un lapso enorme de tiempo. Las gaviotas aletean en el silencio gris y oscurecen aún más el cielo.

Antes de cruzar el segundo puente, miro instintivamente hacia atrás. El anciano desprolijo está sentado, distraído. La guía lo sigue, como al descuido, pero yo sé que lo vigila. Pasamos el puente y siento que mis pelos agitados por el viento nórdico rozan el cemento áspero de la parte posterior. Disfruto de esa sensación suicida.

La guía se ríe. La chica de al lado también. Comparten una broma en danés. Nadie entiende. Me siento excluido. Luego la guía aclara. Señala el barco que está apostado en el costado. Dice que hacia el año cincuenta, por error, el barco disparó contra un edificio de la ciudad. “Por suerte, no hubo ilesos”, dice en un defectuoso español. “Pero hace tiempo que corre un chiste. Dicen que un marinero tenía su suegra en un edificio del frente y que el disparo era para la suegra”. La guía se vuelve a reír. Y la chica de al lado también. Nadie más se ríe. Es un chiste tonto, pienso, y creo que todos piensan lo mismo.

Ya en el tercer puente, el anciano está dormido. Todos bajamos la cabeza. Aunque los ronquidos llegan hasta el frente del barco, la guía continúa su vigilia.

Pasamos de nuevo por el edificio de la Ópera. Ella no agrega nada. Escucho los flashes de las cámaras disparando contra el edificio. Y escucho, mirando el cielo pesado y gris, las trompetas de la sinfonía de Mahler. Sólo yo las escucho y es una fiesta silenciosa.

Al rato, al entrar en la recta final, en medio de un rumor acuático producido por el roce de las gotas en la carcasa, veo, de nuevo, el teatro danés. La imagen de Hamlet vuelve a mi mente. “Lo demás es silencio”, dice Hamlet en mis oídos. Y veo la rabiosa espada dormida, el veneno que corre por el filo de acero. Veo el cuerpo sin ánimo, en el piso, e imagino a Shakespeare paseando por el puerto de Copenhague, mirando los gestos torpes y silenciosos de un príncipe danés. Shakespeare escribe su obra futura sobre un hombre inexistente, basada en un hombre real. Shakespeare escribe cerca del puerto, al lado de los pescadores.

Hamlet inauguró el nuevo teatro de Copenhague. Pienso: ¿Qué hubiera sido Shakespeare sin Hamlet? ¿qué hubiera sido Dinamarca sin Shakespeare? La lluvia se acumula, perjudicial y dulzona, a medida que volvemos al puerto. Y el frío blanco me hace pensar en el filósofo Hamlet. Veo, azarosamente, la cabellera dorada de un pescador y pienso que la lluvia intensa lleva al encierro: solo se puede ser danés entre las gotas, en la nieve, en medio de la traición, al matar el tiempo por amor al padre.


Photo Credits: seier+seier

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