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lara solorzano
Photo by: ethermoon ©

Hacia el Valle del General, la Estrella del Sur, con Chris

Ignoro si todo el mundo tiene la suerte de tener un amigo como Chris, “a come-with-guy” diría Jerry Seinfeld. Te dice que sí va, que sí te acompaña aunque se lo hayás pedido con media hora de anticipación. Su sed de aventura, sus ganas de conocer una región del país que nunca visitó en el pasado, su enorme afán por la poesía y quizás por mis manos le hacen decir sí. El viaje de San José a San Isidro (otro nombre del valle) es de unas tres horas y media si no hay tráfico; y para llegar allá hay que pasar por algunas de las regiones más hermosas del país, la Zona de los Santos, una serie de valles intermontanos, llamada así por la gran cantidad de pueblitos en sus cantones con nombres alusivos a personalidades del santoral católico. De estos pueblitos viene el mejor café del mundo como solemos decir. El café que yo tomo cada mañana proviene de Santa María de Dota para poner un ejemplo matutino. Allá nos espera un recital de poesía, se supone que vamos, leemos unos poemas, y nos regresamos. La suerte de tener un amigo como Chris es aún mayor si se toma en cuenta que estaba dispuesto a pasar la mayor parte del día en un autobús ida y vuelta, para leer algunos poemas en la biblioteca pública del lugar. Solo el seguir esa ruta montañosa cuyo momento culminante es la subida y bajada del Cerro de la Muerte es como lavar el espíritu en una fuente vital. En cierto punto del trayecto la temperatura comienza a sentirse cada vez más baja, quince grados Celsius, catorce, doce, siete, tres… y yo llevo la ventana abierta para sentir precisamente a esa fuente del bosque palpitante. De pronto el autobús era como una feliz góndola llevando sobre las aguas del páramo a sus pasajeros hacia distintos sondeos amorosos. Primero se avistan los fantásticos molinos eólicos, pasamos tan cerquita que era perfectamente posible observarles todos los detalles a semejantes criaturas quijotescas, espectáculo a ratos asustador, tanto por sus dimensiones como por sus alusiones. Después de unos cuántos kilómetros la vegetación comienza a cambiar de forma, Chris duerme y no se da cuenta, los árboles comienzan a verse más delgados, como extraños seres de algún libro de ciencia ficción cubiertos de bromelias mientras los agasaja una neblina temporal. Esa era la parte que más deseaba ver del afamado cerro, pues desde los dieciséis años no pasaba por allí, y de pronto recordé cuando acampé en el punto más alto del cerro una noche de lluvia de estrellas, época en que no tenía idea de lo raro que era ver una lluvia tan copiosa de astros celestes sentada al lado de una muy apetecida fogata; desde entonces he visto un par más pero han sido apenas como una llovizna, se ve una que otra estrella vagando fugaz por acá por allá pero nunca como esa noche. Cuando Chris despertó ya íbamos por el Parque Nacional los Quetzales, llamado así justamente porque es especial para el avistamiento de esta ave legendaria. Seguimos bajando y bajando por floridos parajes hasta que llegamos a San Isidro de Pérez Zeledón. Y ya no me alcanza el tiempo para decirles que nos dejó el último bus de regreso, ni que después del recital me entrevistó una joven ucraniana para el periódico la Estrella del Sur, ni que después paseamos de noche por el parque y los bares del pueblo hasta afincarnos definitivamente en la meca del rock & roll regional. Tampoco les diré que terminamos en el hotel Chirripó, ni que Chris nos tuvo que levantar a las tres de la mañana para tomar el primer autobús de regreso pues a las siete tenía que estar en el trabajo.


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