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Gy Mirano

NUEVA YORK: Gy se ríe. Siempre se ríe. Abre la boca y hace un mohín con las manos. Salimos del subte F y aterrizamos en la vereda manchada de sombras. La mítica sala de cine IFC nos rodea con su marquesina blanca. En la superficie se anuncia una película de Win Wenders. El título en negro es una especie rara de premonición.

Le pregunto por el barrio de Greenwich Village. Me indica con los dedos. Por aquí, dice, y se adelanta. Como un Virgilio en estado de éxtasis, enseña los fuegos de la región.

No se apura. Camina lentamente. Bordea la zona con gracia y elocuencia. Estamos parados en un acera angosta y Gy asocia lo inevitable, como si la marquesina del cine mítico contuviera una pócima del pasado. De pronto, en medio de la maravilla tornasolada del Village, Gy, melancólica y risueña, recuerda a Wim Wenders, el director de carne y hueso, como diría Unamuno. Entonces, se produce eso que los griegos llamaban kairós. Espacio y tiempo coordinados. Epifanía inesperada: punto exacto entre la fuerza invisible de las circunstancias y el deseo de los individuos.

En esta sala presentó Wim Wenders la película Land of plenty, dice Gy. Fue hace varios años. El barrio era otra cosa. La bohemia, el glamour, todo muy super. Maravillosou, dice, imitando la pronunciación que hacen los gringos del español. Una carcajada se retuerce en el aire y Gy estira sus brazos con alegría, disfruta del sol. Señala un árbol y una vereda y separa lo crudo de lo cocido.

Gy estaba con su novio. Y era el estreno de Land of plenty. Wenders se paró en el escenario y habló del proceso, del guión. Llevaba una ropa abrigada. Era el crudo invierno de la ciudad. Nieve y locura rondando las calles heladas. El director sacó su conejo e hizo un acto de magia. Los encandiló con la “galera” en la voz. El público lo aplaudió. Al final, después de la primera función, Wim Wenders se bajó del escenario. Gy y su novio se acercaron. Wenders los miró con delicadeza. Le dijeron que admiraban sus películas y que estaban encantados de que estuviera en Nueva York. Win los miró fijo por un momento. En una tensión invisible e inesperada, las pupilas de Wenders sufrieron un cambio rápido. Y, como si fueran amigos de toda la vida, les preguntó si eran vegetarianos. Gy lo miró estupefacta. No entendía nada. Habían ido a hablar de cine y él les preguntó si comían carne.

Wenders estaba solo. Les dijo que quería comer en la zona. Les pidió que lo acompañaran.

Miro las paredes rojas y pienso que las callecitas del Village tienen ese no sé qué. En el corazón del barrio, un halo de eléctrica luz solar eriza el aire. El corazón del barrio es un árbol, una calle sin salida, una curva inesperada: esas formas maravillosas de construir espacio y melancolía. Miro las calles y pienso que tienen la silueta de las imágenes en la pantalla. Otra vez, por enésima vez, la ciudad imita al arte.

¿Puedes creer?, dice Gy con su encantador acento andino. Su voz fluye como una música nocturna en medio de la humedad del sol. El propio Wim Wenders, el rey alemán del cine, los invita a cenar. Él quiere comer carne y lo llevan a la vuelta, a El Burrito. Wenders toma un par de vasos de vino y los envuelve con las alas del deseo. Wim Wenders es un fauno, un dios de la noche, el incomparable contador de historias.

Extasiada, Gy se deja llevar por la voz. Y esa voz es una máquina de sueños. Y es Ariadna en el laberinto de la noche.


Photo Credits: Sam Javanrouh

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