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Guayaquil

SANTA ELENA: El guía sube al bus en la gasolinera cerca del aeropuerto. Se llama Emilio González y es bajo, usa una barba incipiente. No lleva bigote. En el trayecto hacia el centro se sienta a mi lado y me dice que ha estudiado administración de empresas y que le gusta el turismo.

El bus entra al corazón de la ciudad por la avenida 6. Se detiene en la plaza de las iguanas. Camino por las calles buscando una identidad ecuatoriana. No la encuentro nunca. Los edificios viejos son de un verde gastado, gris y de un celeste desvaído. Los autos, cansados, atraviesan los semáforos con lentitud y prepotencia.

Los policías dispersos en las veredas reposan en las columnas, aletargados, y algunas chicas que han salido del colegio murmuran y se ríen con desparpajo.

Emilio nos lleva a un complejo compuesto por zoológico, casona antigua e iglesia, una especie de cóctel para turistas apurados ubicado en la rivera del barrio de pelucones (los ricos en la jerga guayaquileña). En el centro de la reserva, Emilio se detiene en un descanso y me dice (cerca del oído) que lo mejor de la ciudad son las noches de rock y droga y que las chicas flacas y petisas son una marca de Guayaquil. Yo me quedo boquiabierto por la confianza mientras veo a un papagayo rojo y azul que lanza una prédica ancestral. Le digo que tiene los colores de Francia y él asocia mi comentario con el médico que atendía en la casona antigua al lado del ancho río que desemboca en el Guayas. Cuando salimos de la selva breve, el guía nos muestra los sillones y el salón amplio y desvencijado de Julio Coronel, el médico aristócrata. Coronel tuvo trece hijos y estudió en Francia, como un intelectual díscolo y rico. Fue el hombre que llevó la medicina a la ciudad en la época del auge del cacao. No puedo no asociar con Fitzcarraldo y su delirio en el Amazonas. Aunque la geografía es otra, la fiebre y el oro del cacao eran los mismos.

Emilio se llama como Emilio Renzi y no usa anteojos. Su pasión oculta, sabré después, es la selva y la literatura. Dos cosas que están unidas a la figura de Quiroga pero de un modo menos amable. Emilio no es el autor de “A la deriva” pero está conectado al suicida mesopotámico por otras actividades no santas, de las que tendré noticias más tarde.

En la capilla pegada de la casona veo un baldaquino desvaído y un órgano viejo. Dos chicas de un colegio usan, sin disimulo, el celular mientras una maestra hace de monja y emula los ritos de una misa.

Emilio dice, en medio de la misa falsa, la primera frase enigmática: “cada vez que paso por una iglesia me pasa algo”.

No alcanzo a entender la extensión de la frase y me hundo, urgido, en el baño. Cuando regreso el grupo ya está lejos. Desde el costado del río, protegido por palmeras y con el olor a estiércol de los animales, contemplo la isla que se dibuja en la bruma.

Al poco rato subimos al bus. Nos deja en el restaurante. Allí, en medio del olor a cocolón, escucho a Emilio hablar del presidente Correa como un falso líder astuto que sabe engañar a los grupos populares y a los ilusos amantes del discurso socialista. El petróleo y la industria pesada comandan el país por debajo de la prédica rimbombante.

En el pasillo que lleva al baño converso por primera vez con un muchacho alto, morocho, que va en el asiento de atrás, junto a su mujer. Viaja con una chica alta, que usa tacos altísimos, y que no habla nunca.

El muchacho es peruano y vive en Lima. Es ingeniero, trabaja en una empresa sueca de producción de hidrocarburos y distribuye, con su padre, piezas de bicicleta. Se llama Jonatan y tiene espaldas anchas, lleva un short azul marino y una remera blanca que le llega hasta los muslos. Me dice, casi en un murmullo (está sentado a mi lado en una mesa larga), que cree que el guía es gay y que se le ha tirado sutilmente mientras pasábamos por el rincón de los cocodrilos, en la reserva. Yo hago una mueca muda con la boca, como si me riera. No sé qué contestarle. Jonatan se levanta sin mirarme y se va al baño.

Tomo el cocolón disperso en un bolls y trago una porción de un sopetón. El cocolón es arroz quemado, duro, con un gusto a aceite inolvidable. Es el resto del arroz esplendoroso. Guayaquil es como el cocolón: ha sido quemado y sus calles y edificios guardan el resto de un esplendor perdido, una identidad olvidada debajo de la fiebre comercial.

A la siesta vamos al malecón. El gobierno decidió en el 2000 regenerar el barrio. Antes era una zona roja, plagada de putas, travestis, ladrones de mucha y poca monta y un territorio de venta y consumo de la mejor cocaína. Ahora es un pasaje de poco más de un kilómetro armado con cemento, hierro, colores vivos, lleno de estructuras que imitan las formas de los barcos. Antes del final del recorrido, está el monumento de San Martín y Bolívar. Hieráticos, oscuros, de bronce, se dan la mano y miran al infinito, como si supieran que son inmortales. Detrás, el barro del río es el lodo de la historia que los hunde en la realidad y que los lleva y los trae una y otra vez al pasado.

Cuando llegamos a un mall pequeño, Jonatan se acerca y me dice que está un poco cansado. Yo lo miro. Suspira. Estoy cansado de esta mujer, agrega. Sorprendido por la súbita confidencia, le pregunto desde cuándo se conocen y dice que desde hace diez meses. Entonces nos alcanza Emilio, el guía, y corta la conversación. Súbitamente, lanza la consigna: “¿quienes quieren subir el cerro Santa Ana?”. Una mujer gorda, con una pashmina al hombro, levanta la mano, valerosa, y Jonatan hace lo mismo. Su mujer viene detrás, retrasada, y con un gesto extraño en la cara. Trae el ceño fruncido y mira hacia los costados, como si quisiera evitar la mirada de Jonatan. Ella no ha escuchado las palabras de Emilio. El guía las repite y agrega: “son 444 escalones. Es un desafío”. La mujer de Jonatan dice que ella va y hace un movimiento con los brazos, como un gesto de arrojo y valor. Se aproxima a la mujer gorda y empiezan a charlar como si fueran amigas.
Al rato, empieza el ascenso. Jonatan, Emilio y yo nos adelantamos. Detrás van la mujer gorda y la esposa de Jonatan. Al fondo va el resto del grupo.

Los escalones son cortos pero numerosos. La escalera es una serpiente larga metida en un cerro alto, con casas hechas de chapa, madera y pintura barata. Hay estrechos callejones que llevan a ninguna parte. Hay chicos, rasposos, que juegan en los rellanos, como si fuera el patio de sus casas. Para nosotros es extraño que ellos estén ahí y supongo que para ellos los extraños somos nosotros. El gobierno ha decidido convertir el pobre caserío en un paseo turístico. El laberinto informe se ha convertido en un villorrio for export. Pienso, en voz alta, que la proliferación incontrolable de casitas con la circulación de maleantes era una zona roja. Emilio lo confirma. Dice que antes era una región oscura, llena de tugurios, putas y asesinos y que el gobierno ha comprado las casas que dan a la escalera para convertirlo en un paseo.

El pasillo ascendente está lleno de policías con itacas largas y marrones.

En un rellano largo, aparece un hombre flaco, desgarbado. Tiene un tufo a alcohol y unos trapos viejos que lleva por ropa. Nos ofrece agua. Tambalea. El precipicio es abismal. Por un momento, creo que se puede caer. Se acomoda, como puede, y cede el paso. Se coloca al lado de un estrecho balcón. Aprovecho el espacio y tomo una foto de la ciudad. Una enredadera desprolija de techos, calles y balcones se estira detrás del aire azul.

Hacia el final de la escalera, encontramos la cumbre chata y de cemento. Es el punto más alto de Guayaquil: una iglesia pequeña, unos bancos negros y brillosos y un faro blanco y azul despuntan entre las nubes esparcidas como manto sutil. El sol abate a la ciudad.

Mientras bebe agua de una manguera de servicio, Emilio cuenta, inspirado por la altura, su viaje a Amazonia. Sus palabras se amontonan en la boca: bebe chica en fuentones enormes y recibe platos con comidas hechas con frutos y animales de la zona. Bebe hasta que no aguanta más. No conoce el código: cuando alguien entra a la casa de una familia es bienvenido y homenajeado. Debe comer y beber mientras permanece en el interior de la casa. Recién cuando un amigo le avisa, sale a la vereda y ahí deja de comer. Ya está completamente borracho. No hay luz artificial. Las casas sólo tienen paneles solares que alimentan uno o dos focos perdidos en la negrura. La mínima luz apenas ilumina el interior. Uno de los pobladores lo lleva a la selva oscura. El mundo es el amasijo multiforme de rugidos, cantos, llantos y gritos. Uno de ellos se pierde en la espesura y le grita al otro, en la lejanía. Luego se aparta y silba, imitando el canto de un pájaro desconocido. Emilio siente que está en un universo paralelo, regido por otras leyes. Le han dicho que abandone su reloj y su modo de concebir el tiempo. Y tienen razón. Las cosas se miden según las reglas imbatibles de la naturaleza. Esa noche, se duerme con la luz del día.

Sentado en uno de los brillosos bancos negros, Emilio mueve sus brazos mientras pronuncia la segunda frase enigmática: «El Amazonia me cambió la vida. Este mundo ya no es el mismo». Luego señala el archipiélago y se ríe. Mira hacia el mapa difuso de la ciudad y advierte que Guayaquil fue fundada en la  montaña en la que estamos parados. Todo esto era de madera, dice, e indica las casas multicolores. Los incendios arrasaron todo. Los piratas holandeses venían por mujeres y comida y por las noches las fiestas terminaban mal.

Como en la selva, digo, y todos se ríen.

Ya es tarde y el sol empieza a bajar por la ladera del cerro.

Un policía se acerca y dice que el lugar está por cerrar. Lo dice con una voz grave pero con una música caribeña en la voz, como si sus palabras bailaran en la boca. Tiene una escopeta itaca en las manos, amenazante. Hace un movimiento terco con la mano para acentuar el pedido. Le hago un gesto rápido a Emilio y él entiende enseguida. Es hora de bajar.

Enfilamos hacia la escalera.

Camino junto a Jonatan, el joven empresario limeño.

Miro hacia el vacío y encuentro las casas bajas azules, rojas, naranjas, en el centro del horizonte. Más allá, el mapa difuso y miope de la ciudad. Jonatan desciende rápido. Me agito pero no digo nada. Jonatan me cuenta que en Lima la crisis económica no hizo mella. Habla pausado, con una tonada extraña. Recuerdo a mi ex compañero peruano. Aquel  con el que una vez hice un viaje de mochilero. Ese viaje fue una odisea del hambre y del abandono. Pedíamos pan en la puerta de la terminal y dormíamos en el cemento áspero de una plaza.

Jonatan sigue su paso rápido y se ríe. Mira hacia el vacío. Perú está bien, dice. Muchos piensan que está bien. Incluso, Vargas Llosa.

¿Él opina sobre la realidad actual?

Todo el tiempo opina, dice Jonatan.

Emilio, de repente, se adelanta trotando.

Yo llego primero, desafía. Guayaquil es una ciudad de comercio y pelucones, se ríe a carcajadas. Los pelucones dominan la ciudad.

Jonatan lo mira, callado.

Mi mujer viene atrás, dice como si pensara en voz alta.

Si, la vi, digo.

No creo que duremos mucho, agrega.

¿Vos cuantos años tenés?, digo para tapar la incomodidad que produce su comentario.

Veintitrés.

¿Y ella?

Treinta.

Tené cuidado. Dentro de poco va a querer hijos.

Jonatan sonríe. Súbitamente, vuelve al tema anterior.

Perú esta pujante. Y algo tiene que ver con el premio.

¿El Nobel?

Si, Vargas Llosa es el faro de Perú.

Abajo, el crepúsculo avanza y lanza su sombra imparable. La ciudad es un rio de gente, de autos, de bocinas y de iguanas.

Pienso en los piratas que quemaron la ciudad y en el olor de la madera y de los cuerpos incinerados. Algo de ese olor putrefacto respiro. Pienso en el faro de Guayaquil que queda atrás y en los escalones del futuro. No conozco su centro. No seré ni el primero ni el último.

(en Santa Elena, Ecuador)


Photo Credits: Fotorus

 

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Píccola Gago
Píccola Gago
8 years ago

Piccola Gago Lo leí sin pausa y quedé fascinada con el relato. Me dieron ganas de visitar Ecuador. No sólo escribes ciudades, sino también selva, montañas y escaleras sin fin. M. gracias por compartirlo.
Me gusta · Responder · 2 horas

Noel Supervielle Viví la Selva, descubrí a Jonatan y disfruté del ascenso por la escalera que nos llevó a vivir la ciudad en el ayer y en el hoy.¿Cómo será mañana?

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