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arturo serna
Photo by: Tyler Nienhouse ©

Gótico norteño

He visitado a Soberón varias veces. Nunca conversamos menos de una hora. Esta vez nos vemos en el hall del hotel, en el centro tucumano. Impetuoso, atravesado por una alegría incómoda, me habla de sus últimas escritos. Sin prolegómenos, se entusiasma con el viento de agosto y recuerda el patio de tierra en el que hacía volar un barrilete. Confieso que siempre me aburro cuando escucho hablar a los escritores de sus textos. Suelen ser ególatras imparables. Pienso en esto mientras él me explica los rudimentos de su prosa pero no le digo nada sobre mi idea de los escritores ególatras. Quizás por eso somos amigos: porque nadie se atreve a confesar lo peor que piensa del otro. Agobiado por el cansancio –en Tucumán el calor empieza temprano y el viaje ha sido lento– empiezo a desmenuzar la geografía del país, la crisis económica, tema inevitable, y ensayo una explicación de la asimetría entre la capital y las provincias. Soberón me dice que ese tema lo tiene un poco cansado, que hay que dejar de hablar de las diferencias políticas y que solo hay que ponerse a trabajar.

No puedo dejar el tema e insisto: le hablo de los prejuicios de los porteños y él me dice que los porteños no son una clase, que ninguna sociedad es homogénea y menos el grupo de los capitalinos. “Todos son diferentes”, dice. Se encrespa cuando me escucha decir que los porteños son engreídos. Aclara que muchos de sus amigos son de la capital y le digo que yo también tengo amigos nacidos en el puerto. Le recuerdo –aunque él ya lo sabe– que no soy porteño, que nací en el conurbano bonaerense. Soberón se ríe. Para provocarlo, le digo que los porteños son conservadores y que ese no es mi caso, quizás porque he nacido en Moreno, tierra peronista. Y sigo: “los porteños votan a un presidente conservador, no nací en capital y no lo voté. Ergo, de ninguna manera puedo ser porteño”. Le propongo un experimento: le sugiero que piense en la derecha y en la izquierda como categorías del pasado. Soberón se impacienta y argumenta que los que luchan por la igualdad son progresistas y le digo que quizás por eso una parte de la población porteña no es progresista sino neoliberal, o sea, lunática.

–Vos te quejas porque no tenés idea lo que es ser conservador –agrega Soberón–. Lo peor está en el norte. Aquí tenemos el gótico norteño.

–¿Y eso?

–La versión argentina del gótico sureño, de Faulkner –dice él–. Es decir, aquí tenemos todo junto: iglesia católica y violaciones a niñas desprotegidas, curas villeros y ricos que odian a los “negros”, marginales que no comen y que votan a Bussi, nuevos ricos que se visten como villeros, estúpidos intolerantes, neo nazis vestidos de nacionalistas buenos, clientelismo elemental, y mucho más.

–Pero eso hay en todo el país –digo.

–No –dice Soberón, impaciente–. Nosotros tenemos el Ku Klux Klan norteño: los ricos que son capaces de aplastar a un villero con el auto o de azotarlo con el látigo. Antisemitas ocultos en la piel de una oveja buena y también la chica de clase alta que se acuesta con el novio pero que va a misa a purgar sus culpas por el que dirán.

Después de un rato le pido que vayamos a tomar un café en la calle. Acepta gustoso. Nos subimos al auto y enfilamos al cerro. Aunque no alcanzamos el pedemonte, veo los arboles tiritar en la lejanía azul. Los lapachos rosas están empezando a mostrar sus cabelleras ilusas y la luz intensa del mediodía aplasta las cosas en el horizonte. Damos una vuelta en silencio por Yerba Buena, una ciudad chica plagada de autos caros y de negocios a la vera de la avenida. Tengo la impresión de que es una ciudad de veraneo, una estación adorada por las almas católicas que se refugian en sus casas lujosas. Soberón apenas abre la boca. Se lo ve tranquilo, dispuesto a sentarse en cualquier bar. Estaciona cerca de un shopping y me indica las salas de cine en un rincón de la planta alta. Desde arriba contemplo los cuerpos que van y vienen. Son las hormigas del capitalismo. ¿Quién no queda atrapado hoy en la lógica perversa del consumo?

Le digo que quizás tiene razón al hablar de gótico. Le menciono el caso de esa niña que ha sido violada por la pareja del abuelo y que el Estado provincial ha dejado que el embarazo perdure poniendo en riesgo su vida. Soberón asiente y me dice que ese caso es solo la punta del iceberg. “Miles de mujeres callan por temor al calvario social”, dice. Entonces saco un pucho y lo enciendo. Como estamos al aire libre nadie me dice que deje de fumar. El humo enciende mis neuronas y me relaja, además. Fumo durante un rato largo. Él se aleja sin explicaciones, tranquilo. Supongo que ha ido a comprar algo para sus hijos. Al regresar, me indica el baño y camino urgido hacia los sanitarios. Después nos subimos al auto y regresamos a la ciudad capital. Durante el viaje apenas menciona la conversación que hemos tenido. Le digo que las cosas no siempre son como parecen aunque a veces uno se entusiasma con los pueblos que no frecuenta y que tengo una idea distinta a la que él tiene de la provincia.

Cuando me subo al avión tengo conmigo la carita de la nena violada y abandonada por el Estado. Pienso en el destino de las niñas en manos de un familiar cercano. No tengo hijos ni quiero tenerlos. Pero está claro que la crueldad manifiesta y cultivada por sectores conservadores no condice con la piedad que dicen profesar. Asiento mi cuerpo cansado y diviso en la ventanilla del avión las hojas de los lapachos rosas. En el aire percibo los copos de las nubes como escenarios para una película muda. Entonces recuerdo las palabras de Alberdi deambulando por los prados y las montañas de Yerba Buena. Alberdi compara a la Yerba Buena con el paraíso terrenal. ¿Cómo puede una tierra prometida ser el centro de una tremenda geografía de la crueldad? Es evidente que Montesquieu se equivocó: no hay relación entre geografía y cultura. Nada de las húmedas montañas verdes de Tucumán hace pensar en la acción asesina de los militares y de los perversos abuelitos que violan a sus nietas en la siesta provincial. Lejos de la idílica imaginación romántica, los viejos abusan y los borrachos atacan con cuchillos y los vendedores de drogas amenazan y los cuatreros se ocupan de matar animales y vacas. ¿Dónde está el canto de la naturaleza que hicieron los románticos?

Antes de bajar del avión y de retomar mis devaneos en los subtes de Buenos Aires me viene una pregunta que hizo mi amigo Soberón mientras recorríamos las callecitas de Yerba Buena: ¿qué podría hacer Cormac MacCarthy con esas siestas del norte llenas de odio y perversidad?


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