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paola herrera
Photo Credits: Brandon ©

Goodbye

Nunca me ha dado temor lo nuevo, pero si lo nuevo lejos de todo lo que he conocido. Hablo de crecer toda la vida sin estar lejos de tu familia y que de pronto te toque emigrar en soledad, con dos maletas, los sueños a la mano y un cúmulo de incertidumbres. Entonces te atrapa ese miedo ineludible a lo desconocido con desconocidos. Te encuentras en la espera intermitente de que no pase nada tan ajeno a lo que acostumbras, pero en el fondo sabes que eso no será así. Todo se asemeja a los minutos de una película de suspenso, todo es más lento, el tiempo transcurre, las maletas están aún a medias en la habitación, sientes que se te olvida todo, hasta tu propio nombre. Es irreal, pero está sucediendo. Miro las calles que he visto toda mi vida y parece que las estuviera observando por primera vez no porque me parezcan distintas sino porque detallo en ellas cosas que no había detallado nunca antes. Son como ese cruce en aquella esquina, donde hay una casa con rejas blancas y un señor vendiendo casabe, como esa abuela que a las seis de la tarde de todos los días ya recoge su silla y entra en su hogar, como esa niña morena que juega en el porche a las muñecas, como ese olor a café de una casa que parece no estar habitada por el silencio que la envuelve, como esa bodega a la que siempre fui sin advertir nunca que al dueño se le nota en su semblante el pasar de los años, como esa calle rota y colmada de grafitis donde varias veces tuve miedo de transitar cuando regresaba del gimnasio al caer el ocaso, porque la inseguridad me comía la cabeza, como la sonrisa de aquel incógnito al que nunca le devolví el gesto. O también como ese chaguaramo que vi plantar y que ahora es una alameda hermosa que regala sombra a mis vecinos del piso de abajo, como el murmullo de los adolescentes jugando al básquet en la cancha cerca de mi residencia, como el volumen alto de una canción que no me agrada, como la voz de aquel chico guapo de barba y ojos miel al que nunca miré por vergüenza cuando iba por agua potable al abasto de abajo, como la mesa desolada con corazones a bolígrafo e iniciales, desconocidas para mí, de aquella heladería a la que acudo cuando la tristeza me abraza la vida, como ese olor a cigarrillos baratos que emanan las chicas del piso de al lado, como esa adicción a la cerveza de mi vecino portugués y ese cantar de alabanzas que le hacen con instrumentos musicales al Dios de la religión que profesa la pareja del último piso de la torre de enfrente, como los caminos que se dibujan en las palmas de la mano de mi madre, como el lunar del hombro que tiene mi hermana, como la voz angelical de la inocencia cuando dicen mis sobrinos mi nombre a otros, cuando mis propias carcajadas me recuerdan a otras pretéritas y mis lágrimas se derraman porque los recuerdos me muerden el corazón. Detallo con prolijidad cada cosa, cada persona, cada lugar, cada respiro y aunque no lo acepte aún, todo eso es una despedida.


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