La muerte de Philip Roth nos deja huérfanos de uno de los más grandes escritores contemporáneos. Dedicaremos cuatro artículos al análisis de algunos de sus libros más importantes.
Goodbye, Columbus, primera novela de Philip Roth, escrita a sus 23 años y premiada con el National Book Award elabora el retrato cáustico del inicio de la disolución de la familia como pilar social, del individuo como ser confiable y transparente, de la vida como un sistema sólido; y traza la primera línea del desencanto con que la post-modernidad acusará a las postrimerías del siglo XX por corroer todo lo que había sido apoyo y creencia firme y destruirlo primorosamente ante nuestras narices sin que pudiéramos evitarlo.
Muestra la radiografía de ese comienzo, cuando la desintegración de los valores que sostuvieron al siglo XX es apenas perceptible a olfatos muy agudos como el de Neil –el narrador, protagonista- quien, desde su impotencia, al menos se da cuenta de lo que ocurre sin tener la menor fuerza para detenerlo.
El ambiente de judíos emigrantes en USA ha sido elegido por el autor como parte indudable de su experiencia vital pero también por ser la familia judía un enclave rígido y poco permeable al cambio que permite al lector comprender con más acierto el tema de la destrucción de un mundo y la tímida(para los 60) aparición de otra filosofía de la vida, cuyas paradojas nos pueden llevar incluso a cuestionar si se trata de una filosofía nueva, o si se trata de una vida que empieza a carecer , precisamente, de filosofía.
La sociedad que retrata la novela tiene como marca de fábrica la falsedad, la hipocresía, las apariencias encubridoras que se van revelando con inusitada sutileza: el engaño es la ley; principalmente, el auto-engaño. Nada ni nadie es lo que parece, empezando `por la nariz operada de Brenda y terminando por las relaciones intercambiables de odio-amor dentro del seno de una familia que compite por todo. Por el poder, por la preferencia, por el prestigio, por la conservación de los baluartes, por sostener la misma estructura sempiternamente, para que no se vean las costuras mal hechas del entramado interno.
La perspectiva desde la cual está narrada la peripecia de los personajes es la primera persona encarnada por Neil Zuckerman que aparece como una mirada ( más que una voz) desenmascaradora de la realidad de los Patimkin. Neil pertenece al estrato pobre de los judíos de Newark, mientras que la familia de Brenda pertenece a los ricos: lo que parece que une ( raza, religión), separa. Neil es un elemento perturbador para la estructura familiar de los Patimkin: se dedica a colocar en primer plano los temas tabú que se ocultan para vivir cómodamente. La dosis de verdad con que Neil va minando las estructuras férreas de cada miembro del clan se va haciendo insoportable hasta que termina por expulsarlo a él del paraíso de cartón piedra que han construido. Es el narrador, entonces, el que va minando la intimidad corrompida del entorno para ponerla al descubierto sin hacer evidentes juicios de valor: huele a podrido y nos va abriendo la puerta para que el olor nos llegue rápidamente.
La configuración de este narrador incluye su propia indefensión ante el desgaste moral y social que lo acompaña: exige sin exigirse, desnuda sin desnudarse , juega al juego con las armas que le han tocado pero logra distanciarse del choque entre egos inflados que no dejan paso a nada auténtico ni constructivo.
El estilo narrativo se concentra en reproducir con enorme efectividad diálogos de guión teatral que dramatizan con dinamismo y agilidad los acontecimientos y subrayan la idea de que todo lo que ocurre es una representación y estamos frente a personajes recitando un guión, desesperadamente, ante la idea amenazadora de que se acabe la obra o les cambien las señas.
El acto heroico del narrador-personaje consiste en proteger a un chico negro que lee un libro sobre Gauguin en la biblioteca pública donde trabaja. Este muchachito introduce lo insólito en el entorno moralmente desgastado; representa lo impropio para el mundo estructurado que empieza a sucumbir, el choque de lo que estaba afuera y se cuela dentro de la vida estrictamente armada que no lo deja pasar.
Brenda y el niño negro que siente pasión por los cuadros de Gauguin son dos mundos que coexisten sin entenderse y cuyo punto en común es la postura vital del narrador que, ilusamente piensa, en principio, que puede servirle a ambos y servirse de ambos para crear sentido dentro y fuera de sí, pero que termina por comprender que no es posible: las representaciones son excluyentes. El hombre blanco, mayor, que quiere sacar el libro de la biblioteca es el poder sacramentado que quiere seguirlo siendo. Cuando Neil lo desplaza y encubre al chico perpetra su acción rebelde mínima, esa sí, plena de sentido.
El centro de la historia lo ocupa la relación de Brenda y Neil: el espacio afectivo, pseudo-amoroso donde se concentra la mayor dosis de paradoja, contradicción y engaño. Donde la lucha por el poder se encubre de mil maneras amables, donde el juego es más cruel y desastroso. Ella juega y cree que no; el no juega, y cree que sí. Y viceversa. Sea como sea, el resultado es que se reduce el valor de lo que hasta entonces se consideraba sagrado y eso nos termina reduciendo. Perdemos humanidad y ser en este homenaje al vacío que se perpetra diariamente. La lista de lugares comunes que estallan frente al lector como verificación de que la realidad se hace irreconocible debajo de la filosofía barata que la empaña, empieza por la boda de Ron y Harriet, pasa por el mundo empresarial del Sr. Patimkin y termina en la hiper-lúcida escena del diafragma que deja al descubierto el trágico final del juego.
Pero la cumbre del malentendido esencial con que se vive esta mala vida barata es el rendido homenaje con que Ron reverencia al himno de su universidad, que da título a la novela: Good Bye Columbus habla de lo trivial magnificado, de la aparición de nuevos cultos, de altares que presiden deidades falsas pero convenientes. Se le dice adiós a un mundo fracturado que ha dejado de sostener verdades y que se alía con paso rápido y firme a todas las mentiras posibles, y hasta las imposibles.
Pensar que estamos ante un escritor amateur inusitadamente joven que logró captar el origen de la devastación posterior de nuestra cultura en sus aspectos esenciales, resulta más que admirable. Roth nos cuenta el principio del fin desde su presente más álgido: no desde el recuerdo tramposo, o la reconstrucción inevitablemente manipulada por la memoria. Nos lo cuenta desde el testigo que levanta una crónica viva de su tropiezo con lo que deja de ser como es y no sabe ni puede prever cómo será después de no ser. Nosotros si sabemos el final……50 años después. Roth también, y nos lo hace saber en los demás libros en los que N. Zucherman se convierte en un escritor: destino inevitable del cronista estupefacto ante la mutación camaleónica de su tiempo.