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Photo by: stanze ©

Glicinias japonesas en el Jardín Botánico

El sol de mayo brillaba en un cielo de zafiro traslúcido y su luz me acariciaba la piel mientras atravesaba Prospect Park y caminaba hasta el Jardín Botánico de Brooklyn. Allí me recibió la bellísima Primavera.

Aunque las magnolias ya han perdido sus flores, los cerezos aún las lucen. Los acompañan camelias rojas y cornejos floridos. Abundan las azaleas de flores lila, morado, rojo escarlata y blanco.

En el Jardín Japonés, cerca del altar sintoísta de Inari, espíritu de la cosecha, un arbusto se engalanaba con decenas de flores níveas, como su nombre en inglés, snow azalea. Lo contemplé, sentí su fragancia y luego subí al altar escondido en la arboleda.

Ante el altar, en un momento de silencio y soledad, junté mis manos frente a mi pecho e incliné mi cabeza en gesto de oración. Di gracias por la abundancia de flores y amistad de esta primavera.

Inari me escuchó y al continuar mi caminata, me regaló la mayor belleza de este día: glicinias japonesas (Wisteria floribunda) cargadas de delicadas flores lila purpúreo. Los ramos de florecillas colgaban de ramas gruesas, enredadas en pérgolas, como presentes divinos para los sentidos humanos. Las miré, sentí su aroma, las sostuve entre mis manos, las acaricié y las besé.

De nuevo di gracias a Inari y a la Vida por tanta belleza natural y por los cinco sentidos para percibirla.


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