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Melanie Marquez Adams

Gigantones en los Apalaches

Con las patitas apoyadas sobre el vidrio, Rosco se deleita viendo las ardillas que saltan de rama en rama. Ladra de emoción cuando descubre los mapaches asomados por encima del monte y se desespera por corretear a los dos bandos. Sentado sobre las piernas de su amo, alterna entre apachurrar el hocico contra la ventanilla del aire acondicionado y empaparse de ese mundo al otro lado de la ventana.

Wesley hace la pantomima de empujar a Rosco al asiento de atrás. En realidad, le gusta tenerlo cerca e ir acariciando su pelaje desordenado mientras conduce. Adora a aquel perro de raza indeterminada que cumple con el cliché de ser su mejor amigo. Son las dos de la tarde de un domingo y van camino a casa de los abuelos. A pesar de que deben cruzar la frontera entre Tennessee y Kentucky, el recorrido es de tan solo una hora. Toda su familia vive en aquel lugar: una ciudad mínima al sureste de Kentucky, anidada en un hueco de los Montes Apalaches.

El paisaje que los acompaña, se despliega en una colcha de retazos donde se entretejen montañas de tímido tamaño, una multitud de lagos artificiales y brotes poblacionales dispersos. Con su tranquilidad impávida y un espectacular veteado en tonos fríos, las montañas reclaman el protagonismo absoluto del paisaje. Una gasa de neblina azul las cubre en un intento de sanar las violentas heridas que la fractura hidráulica ha dejado atrás.

A mitad del camino, apretujado entre la carretera y las montañas, emerge un manantial. Wesley asegura que es el agua más pura de toda la región. Con frecuencia se puede ver a las personas abastecerse directamente de la caída de agua fresca.

Por el lado izquierdo de su auto, pasan veloces como venados, una manada de camionetas. Todo sobre ellas es exagerado: el tamaño, las llantas y hasta los parachoques enormes. Wesley usa el término «gigantones» para referirse tanto a esos vehículos como a sus dueños.

Más allá de su tamaño, las camionetas gigantonas tienen varias cosas en común. Exhiben con orgullo calcomanías del equipo de fútbol de la Universidad de Tennessee o de la Universidad de Kentucky. Portan emblemas de peces o venados, a veces de los dos y despliegan también los logos de las tiendas Bass Pro Shops y Cabela’s. Las pegatinas en la defensa apoyan al partido republicano y critican al actual presidente. Últimamente, entre la parafernalia, resalta altanera la bandera confederada.

En el medio de todos los emblemas y stick families, las calcomanías que no pueden faltar, son las religiosas, aquellas que expulsan salmos e imágenes cristianas, o como mínimo, el icónico pez.

Wesley tiene un juego para pasar el tiempo durante el viaje: leer al vuelo lo que dicen los letreros anticuados que se ubican afuera de las iglesias bautistas. Encuentra desde los más clásicos mensajes, tipo «Jesús es tu salvador», hasta los más carismáticos al estilo «Dios envió el primer mensaje de texto: la Biblia». Las evidentes faltas ortográficas en muchos de aquellos carteles ranurados son parte del encanto. 

Wesley siempre se ha sentido ajeno a este lugar. Con excepción de la pesca, no comparte ninguna de las aficiones y creencias de la gente a su alrededor. Es agnóstico, no le gusta la comida rápida, le interesa conocer otros países y culturas y no le interesa en cambio, tener hijos.

Cuando le preguntan por qué no se muda a otra ciudad o estado, explica que por causa de los lagos. Tiene alma de pescador y la región donde nació y se crió, es una de las más privilegiadas para la pesca como deporte. También le gusta estar cerca de su familia, aunque ese detalle no lo admite fácilmente.

Wesley prefiere que lo llamen Wes. Detesta su nombre. Hubiese preferido llamarse Larry como su padre o Paul como su abuelo, pero su madre no lo quiso así. A la señora le divierte recalcar que la vida le dio un hijo extraño. Así se lo ha dicho al mismo Wesley durante tres décadas y no tiene problema en comentar: «Desde el primer momento supe que Dios me envió un hijo especial».

Ya casi se alcanza a ver la casa de los abuelos. En el último semáforo, Rosco se altera al ver al perro inmenso que se asoma desde una de las camionetas gigantonas. Mostrando una fila de dientes chuecos, tiembla y protesta con sus agudos ladridos. Wesley le da unas palmaditas en el lomo y lo tranquiliza con su abrazo. Antes de pisar el acelerador, voltea para decir: «No es su culpa. Debes entender que Rosco es un perro especial».


Photo Credits: Thomas Izko

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