Compartía cervezas con amigos de mi hermana un sábado por la noche. Mientras charlábamos, bebí por lo menos unas cuatro, me ofrecían más, pero no soporto tantas y no me agrada el sabor. Era una parrillada común, de esas que nacen sin razón aparente, ni yo vestía para la ocasión ni mi hermana se esperaba la sorpresa de que llegasen todos para compartir el apartamento. Sin embargo fue un momento oportuno, de esos que no sabes lo que significan hasta que de pronto quedas en silencio y entrevés la situación desde una perspectiva exterior y alejada. No fue un mal momento, fue un compartir fluido, grácil, de anécdotas y opiniones, de puntos de vistas distintos y de respeto por encima de cualquier cosa. Sin embargo a veces cuando miramos desde fuera, cuando nos decidimos a salir del círculo, nos encontramos visualizando cosas que nunca veríamos si siguiéramos adentro. Es una reflexión espiritual, es un momento de la vida en el cual te encuentras contigo mismo. Nos sucede a todos.
Recuerdo que una vez conocí a alguien que me enseñó que conocerse a sí mismo fuera de toda órbita habitada por los demás es necesario, porque no te reflejas en los demás sino en ti mismo. Me enseñó que hay que ser un poco egoísta no por placer sino por necesidad porque en ocasiones nos olvidamos de nosotros y eso está mal. Yo no lo había comprendido hasta después de dos años, cuando en mi casa entró sin permiso la soledad, esa soledad acogedora, la que te permite absorber aprendizajes, no la otra, la árida. Entonces en medio de aquel hogar aprendí a conocerme, a mirar desde fuera las situaciones, a hallar mi sitio en lugares poblados y a que no entorpecieran el mío, a no permitir que alguien tuviese poderío sobre mí sino lo contrario, a tener yo las riendas y sobre todo aprendí a decir que no, la parte más difícil de toda esta encrucijada.
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