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Paola Herrera
Photo Credits: Simon Blackley ©

From Madeira to Venezuela

He pasado una semana y media compartiendo mis tardes con un portugués de 73 años. Arribó a Venezuela -específicamente a la Guaira- a los 14 años en un barco desde Madeira en el año 1958, poco después de la caída de Pérez Jiménez. En julio de ese año apenas mi madre veía luminiscencia desde el vientre primaveral de mi abuela y mi padre ni siquiera había decidido ser un espermatozoide.

Han pasado 59 años desde que pisó por primera vez tierra venezolana. Sus recuerdos se pasean desde Petare hasta los campos más recónditos del país donde compartía café y pan recién horneado con campesinos, les leía el periódico a aquellos que no sabían leer, acompañaba su juventud con tabacos importados y fútbol de barrio. Me relató que su destino era regresar a Portugal, pero se enamoró del país y se despidió de su tierra natal para quedarse en el único espacio terrestre que sentía como hogar.

Me narró de sus días de lluvias, sus escapadas clandestinas, el alcohol que nunca supo dejar de lado, la nicotina que abandonó a mitad de su camino por miedo a morir como lo había hecho su primo a quién él había enseñado a fumar, de las mujeres guerreras, pero susceptibles y de las mujeres princesas, pero salvajes. Me expresó que empezó desde abajo a construir lo que hoy tiene y a la vez me dijo que a muchos de nosotros los venezolanos nos hace falta conocer el trabajo arduo, la dificultad de los caminos, sentir el lado indomable de las cosas grandiosas para poder reconstruir lo que nos han destruido por años. Me dijo que debíamos empezar por nosotros, por dejar de trabajar simplemente de 8am a 5pm y comenzar a hacerlo 24/7.

Me habló de un país que nunca conocí, de experiencias que no pude palpar, de realidades extraordinarias que he concebido como utopías. Estuve a punto de echarme a llorar, no porque quisiera sus recuerdos juveniles sino por el dolor de todos aquellos hermanos que como yo tuvieron que cruzarse desde su nacimiento con la devastación de una nación que prometía mucho más que solo muertes.

“El Don”, -como lo llamo de cariño- me ha recordado en una semana y media, algo que tal vez me hubiese tomado más tiempo recordar, no porque sea complejo sino porque nos mudamos a otros problemas y queremos ser felices allí. Me recordó que antes de creer en algo, debo creer en mí, que antes de estar con todos, debo estar conmigo y que el miedo es solo un enemigo bonito que nos impide caminar por cumbres borrascosas que nos conducirán a paraísos tropicales.


Photo Credits: Simon Blackley ©

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