“Voy viviendo ya de tus mentiras…”
Estuvo largo rato mirando fragmentos de cielo y de infierno. Era un diluvio la ciudad y como diluvio arrastraba sueños y delirios de cuanto tamaño o envergadura o insensatez pudiesen ser imaginados. La ciudad era una amalgama de olvidos, un crudo invierno mental. La ciudad era una memoria que se retorcía como culebra o se deshacía en Dios sabe qué.
Entendía que estaba ligado a ella aunque no supiera exactamente cómo. Era una ciudad tan terrible y tan clara de día, tan desconcertante y laberíntica de noche. Una ciudad cuya arquitectura siempre ha estado sujeta a todos los experimentos, alucinaciones, teorías y políticas de diseño inventados por el capitalismo de la vieja y nueva guardias.
Una ciudad, a pesar del ordenamiento de calles y avenidas, prototípica de la confusión y el caos. Ahora caía sobre él esa ciudad de paradojas y deleites, de rascacielos y desahucios. Aquí siempre ha triunfado lo que no tiene pies ni cabeza. Resultaría difícil hacerle una lectura a esta ciudad; mucho más a sus máscaras. Pero él, otra paradoja más, otra máscara y alucinación, otro tragaluz de sueños y fracasos, se ha echado a pecho la tarea de leérmela como si tuviera una novela de largo aliento entre las manos.
Estuvo largo rato, hora y media, la tarde entera quizás, sentado frente al ventanal de su cuarto. Mirando absorto, fuera de sí, hacia el sur de la ciudad. Se perfilaban en la distancia el Empire State Building, a la izquierda el Chrysler, más allá las Twin Towers poco antes del 11 de septiembre. Todo él cautivo en el enigma de un embeleso, sudando desconfianza, repetido ante el mundo por un apenas parpadeo. Todo él reducido a una radiografía de huesos. Enclenque personaje dominado por el tic nervioso de los dedos de la mano izquierda sobre la repisa de la ventana. Una tacita de café negro en la derecha. La costumbre, el agobio. Más de cuarenta años en lo mismo.
Recordaba los asombros y quimeras de la primera noche. Volvían a mi lado las imágenes de siempre: el aterrizaje tras lo que me pareció una interminable procesión de desvelos, las cajas, las maletas, el rostro de Tío Héctor, las manitas en el aire de la niñita más linda que hasta ese momento yo había visto y los ojos pícaros de la joven aferrada a su brazo moviendo una mano en el aire. Se llamaba Maribel y parecía una niña. Era, en efecto, una niña traviesa con su coquetería de mírame las nalgas y sufre, imagínate tus labios sobre mis pezones en punta cuando salgo del dormitorio, óyeme orinar y piensa en mí, mírame por lo que más quieras pero calla. Era, de nada valdría ignorarlo a estas alturas, el tipo de mujer que al sonreír cierra los ojos y uno se pierde en ese sueño enigmático en que la pasión parece posible pero no lo es. Era encantadora a su modo, espontánea y volátil, con un cuerpo de para qué les cuento. ¿Dónde estará a estas horas Maribel? ¿Cómo vivirá si es que aún vive? ¿Con quién se fue? Nadie lo supo o quien llegó a saberlo o sospecharlo prefirió enterrarlo en el olvido. Tío estuvo buscándola durante mucho tiempo con el sólo propósito de matarla. Matarla, sí, por mentirosa y traicionera. Desapareció entre las sombras del gran apagón del ’65. Justo una hora después de haberse ido las luces y habernos quedado en una oscuridad del carajo (como lo describiera Tío al llegar a casa esa noche martes del 9 de noviembre), Maribel se volvía un ente invisible ante nuestra incredulidad. Tío sentado en la penumbra de la sala nos interrogaba con su silencio. La rabia y el desconsuelo le duró mucho pero nunca logró olvidarla del todo. En un esfuerzo inútil por arrancársela del alma me entregó toda su colección de boleros.
Mírenlo ahí escuchando a su antojo la enciclopédica nostalgia del bolero denso y delicioso. Remontándose, frase que usa con frecuencia, a los primeros meses del ’56, cuando Papito y Maribel vivían lo que parecía una eterna luna de miel. Sus cuerpos hundidos en una bella música que salía de la habitación. Monchín y yo la oíamos. Me imaginaba a mi primo alucinando dentro de su propia erección y yo feliz de que una tormenta silente recorriera mi cuerpo.
Monchín llegó al aeropuerto La Guardia de Nueva York una víspera de Reyes de 1956. Noche nublada. Ventoleras clavaban sus colmillos congelados en la piel recién salida del trópico. Había nevado en esos días y el frío acumulado en las calles se intensificaba al anochecer. El, con todo y sus dieciocho años apenas cumplidos, sentía al ir camino al parking que se le iba helando el alma y que el cuerpo, incluso los pensamientos, de manera misteriosa ya no le pertenecían o estaban imbricados en otro nivel de realidad que, por lo visto, ya no coincidía con la suya.
Papito, echando una carcajada al aire, dijo, “No me digas que ya tienes frío. Debes irte acostumbrando. Y ya sabes, muchacho, al mal tiempo, buena cara. Esto no es ná; el frío pelú se monta a fines de mes y a principios de febrero. Mira, Maribel te tiene una sorpresa.”
Ella me puso una bola de nieve sobre la mano izquierda, calentándome al mismo tiempo la derecha con su izquierda. Me estremeció tanto la mano suave y cálida de Maribel, mano de seda, atrevida mano de niña prohibida, como el objeto blanco, lacerante, y desolador que me punzaba la otra. Fue la primera ocasión, y no sería la última, que sentía una corriente intensa invadiendo mi virilidad. Los dedos de Maribel de repente me sacaban de mi querida Jayuya, de la finca de café de mi abuelo, y me ponían a dormir en el caucho de una sala en el Bronx.
Cada vez que recordara la bola de nieve la mano izquierda se le helaría. Lo abrumaría la certeza de saberse ajeno a esta nueva charca de extraños llamada Nueva York. Comprendería que jamás podría acoplarse un ser como él a algo en que no creyera del todo. Llegó a entender de que tampoco Papito, ni Maribel, ni el chofer que los llevara a ellos a buscarlo, ni los otros pasajeros, ni las gallinas, ni los jueyes, ni las fotos, ni santos de palo, ni yerbas, ni nada, ni aún yo, su primita Sofía (niñita muda de seis años), dentro de todas las maletas de cartón nerviosamente dispuestas a esa nueva aventura de la imaginación nacional, pertenecían a esta nueva charca.
Todos iban, y él no era la excepción a la regla, a sus pequeñas muertes diarias esperanzados por las mitologías de la gran ciudad, alentados por el sueño de sacudirse las moscas de su condición precaria como los animales mansos de su tierra sin rumbo, sin nivel, sin meta.
“…abre tu amor a mi querer para poder vivir…”
Otro día Monchín vio pasar a la mujer que en algún momento llegó a imaginar sería su alma gemela. La mujer que le robó la tranquilidad para siempre. ¡Oh enemiga, mi enemiga! Era un viernes de otoño en la ciudad. La fulana de tal, que se llamaba Sofía como yo, llevaba un largo abrigo negro, abierto al frente. Describirla o describir los ojos de mi primo mirándola está fuera de mi alcance y no puedo (aunque quiero) provocar que esto describa la afinidad necesaria para entenderme del todo. Sólo llegan, semejantes a una progresión matemática, las palabras que alguna vez me confiara Monchín y que, en mí, fueron como dardos venenosos o balas de plomo como las que usan en las películas para matar vampiros: Se me fueron los ojos tras ella. Era una mujer espléndida. Resplandecía su cuerpo bajo el ceñido traje negro. ¡Viuda descabellada y mía! Sus tacones de aguja eran música sobre los mosaicos del pasillo. Había estado pensando en ella durante gran parte del día y ahora la divina providencia la ponía en mi camino. Pero no encontraba la manera adecuada de dirigirle la palabra. Ni aún diciéndole, “Hola, me llamo… ¿No le parece hermoso este atardecer? Y con su presencia es doblemente hermoso…” Mi saludo fue un largo silencio y en el diálogo de miradas se filtró un lenguaje que hasta entonces yo no conocía. Tan breves los segundos y tan larga la súplica. Yo ante la obra maestra vita brevis, ars longa, porque aquella mujer era una obra de arte y yo un Pygmalión de segunda. Quise creer que se besaban su pensamiento y el mío. Quise caer dentro del ritmo que me jalonaba hacia ella. En las posibilidades del azar soñé, tal vez como sueñan todos los días su mundo los indios Shuar de las selvas amazónicas del Ecuador para crear sus particulares utopías diarias, cuando me di cuenta de que me la arrebataba la distancia al final de la esquina, de que nada de lo que urdí en el terror de aquellos instantes sería mío. Mi timidez se la imaginó mayor de lo que era; más irresistible, más inalcanzable que ninguna. Era solo un espejismo. La dulce trampa de los espejos del pasillo frente a mí. Ella volando alto, muy alto, demasiado alto para mí.
Fue un viernes de otoño en la ciudad. Lo recuerdo muy bien. La temperatura estaba nublada. Cuántos viernes de Dios sabe cuántos otoños llegué a fantasear que algún día sería mío. Volaba alto, muy alto, mi primo Monchín. Yo apenas despegaba. Apenas zarpaba la embarcación de este bendito encierro en que he vivido. Nadie a quien contarle lo mío. Papito nunca quiso saber. No quería. En el fondo tenía miedo de lo que yo fuera capaz de decir o hacer. Y Maribel me odiaba. Me señalaba con el dedo con decidido repudio aunque ya a mis trece años empezaba a lucir más linda que ella. Eso me lo decía Tití Angie, la hermana de Papito, quién sabe si para consolarme. Ella y yo éramos dos gotas de una misma soledad. Entendíamos el pasar desapercibidas por el mundo. Pero lo mío iba más lejos. No existía. No existo. No existiré nunca si los demás sólo ven a una idiota que dice que escribe. Mi dimensión es siempre un más allá. Relámpago que no se ve; trueno forjado por la acumulación del silencio. Toma mis pedazos de palabras Monchín mío. Tómalos ahora que nadie te ve. Tómalos por una eternidad sin temor a ser visto. Mi cuerpo cubrirá hasta tu conciencia. Mi cuerpo será la página en blanco. Incorrupta. Decisiva.
“Triste caravana de recuerdos
por mi mente ha pasado…”
Por qué condenar a los seres hedonistas como yo? ¿Yo, Jesús Torresola Marchand, hedonista? ¿Yo, el huérfano de madre y padre? Hijo de Luz Nereida, muerta al parirme. Hijo de Tomás, muerto en Alemania en el ’44 al interceptar su pecho una granada. ¿Por qué coños fichar a los hedonistas del mundo entero si el hedonismo es, a fin de cuentas, esa determinada combinación de equilibrio y fervor en que todo lo imaginable se convierte en virtud? Cuán felices seríamos si fuéramos capaces de mantener el ritmo que nos piden los seres y las cosas de este mundo. Simple y llanamente seríamos whatever the fuck we want to be y no habría que temerle a la disolución. No se sorprenda nadie de lo que digo. Al fin y al cabo, ¿qué somos sino agua? Cualquier exceso de claridad nos evapora. Valle de lágrimas, trazos, corrientes, hendiduras, huecos, fragmentos que van a dar a la mar que es el morir. Cualquiera puede apasionarse, entregarse, engolosinarse. Es infinitamente más difícil explicar las veleidades de lo que uno recuerda u olvida.
La naturaleza de esa explicación es mi extravío. Soy todo un general en su laberinto. Un ser que ha pagado un alto precio por intentar darle un matiz de perfección a cuanto siento. He perdido el tiempo estudiándome. He analizado hasta la saciedad el comportamiento de los seres que han sido importantes en mi vida. He deconstruido los actos y acontecimientos que han dominado mi deambular por la existencia. Total, ¿para qué? Por eso me paso la vida en esta silla frente a la ventana. Considéresele una forma de meditación, una manera de escudriñar el desfile ridículo del mundo a unos pasos de mí, un remedio terapéutico de dudoso beneficioso. ¿Yo, coleccionista? Si consideran Uds. discos regados por todo el apartamento una colección importante, entonces deberían entrevistarme personalidades de la radio y de la televisión hispanas. Sí, tráiganlos por aquí. Yo los recibiría con los brazos abiertos. Lo juro. Lo juro por mi abuelita santa que era una mujer más fuerte que el diablo y más sabia. Mi abuelita Julia. La adoración de Papá Santiago, mi abuelo. Cuando alzaba la voz, cosa poco común en ella, porque no le hacíamos caso o porque Papá Santiago (viernes y sábado solía ocurrir esto) llegaba al anochecer oliendo a ron caña del bueno, ron que él mismo destilaba y vendía, todos temblábamos. No comía cuento la doña. Me hace tanta falta. Sí, tráiganlos por aquí. Podría hablarles de…
No vendrían mal unos minutitos de fama y felicidad para este olvidado discómano. Llevo en esto desde las navidades del ’65. Gracias, Tío, por el regalo de esta nada despreciable colección de elepés. ¿Habrá acaso una pequeña fortuna derrochada en esto? No lo pongan en duda. ¿Tesoros? Aquí va uno: la primera grabación que Manuel Jiménez “El Canario” hizo en Nueva York de “Lamento Borincano”, disco Victor de 78 rpm 30008. Para el capitalismo desenfrenado que existe por doquiera en esta ciudad, un disco de “El jibarito” tal vez no signifique ni valga nada pero para mí es un mundo, mi mundo. El mundo que eché en una maleta y llegó conmigo a esta ciudad tan asustado como yo. Otros objetos que atesoro seguramente tendrán más valor para aquéllos que sólo piensan en money. Me refiero a las primeras ediciones de Rayuela, La casa verde, y Cien años de soledad (de la época, fines de los ’60, cuando leía casi exclusivamente novelas y creía, pobre iluso, que algún día, con mucha disciplina y tesón, podría llegar a escribir algo que no fuera a parar a la basura o al fuego); una primera edición de Canto general (obsequio de un profesor jubilado que solía frecuentar la biblioteca de la 42 y que me convirtió en lector de poesía para siempre); y libros autógrafos como La cifra de Jorge Luis Borges. Este último firmado por el autor en su paso por Nueva York. Fue en 1982. A él lo iban a llevar a New York University a dictar una conferencia pero primero pidió ir a la biblioteca de la ’42. Yo había comprado el libro unos días antes en Macondo, la librería de Jorge Muñoz. Recuerdo que me llevé tremenda sorpresa cuando el director de la biblioteca y otras personalidades afiliadas a la misma bajaron con el mundialmente famoso autor al sótano. Borges, aunque ya estaba casi ciego, quería ver en persona el lugar donde la biblioteca guardaba los libros más raros y curiosos. Iba acompañado de María Kodama, su esposa. Ella vio su libro sobre mi escritorio. Aproveché ese momento para pedirle a él su autógrafo. Me dijo: “Para un guardián de los libros, encantado.” Prueba de que he sido un coleccionista ecléctico es el ejemplar de cinco centavos de El Diario-La Prensa del 10 de enero de 1956. Es ése que ven ahí, en el primer estante de libros. El que está dentro del portafolio de plástico para evitar su deterioro. ¿Por qué lo conservo? Fue el primer periódico que leí al llegar a la ciudad aunque Tío Héctor compraba El Diario todos los días. Ese día me interesé en leerlo al ver el entusiasmo con que mi tío leía la sección de deportes. Me dijo: “Salió la victoria de nuestro Carlos Ortiz.” La noche anterior Carlos Ortiz había defendido su invicto frente a Ray Portilla. Mi tío, quien había ido a ver la pelea, me contó que Carlos se perfilaba como futuro campeón de boxeo. Carlos era el orgullo de la comunidad. Una de nuestras mayores esperanzas. (La otra se revelaría años más tarde en la pegada de José “Chegüí” Torres, el gran púgil semicompleto.) Carlos y sus puños: cuántos recuerdos de Prospect Avenue y Southern Boulevard allá en el Bronx. ¡Cuántas juergas, cuántos planes y sueños carcomidos por el tiempo me trae ahora este Carlos olvidado! Todo tan espléndidamente perdido. Todo excepto la memoria y su marullo en lo imposible.
De sobras sé que la polilla, con infinita paciencia y empecinamiento ejemplar, ha ido a través de estos años sin cauce alimentándose no sólo de la caoba de la silla que sostiene el peso de mi cuerpo (cada día más fofo, más insustancial) sino que confundiendo mi absoluto quietismo también ha ido pasando de la madera a mis huesos sin que yo pueda impedir la traslación. Tanto así que si alguien llegara aquí a estas horas creería que silla y ser somos un solo organismo justo al borde del derrumbe, de la caída a las ventas del carajo.