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Jose Ovejero

Fragmento de la novela «Los ángeles feroces»

Desde la torre de cristal, con sensación de vértigo, AM mira hacia la noche que parece rodearlo. La ciudad, a sus pies, muchos pisos más abajo, es un bosque en el que, desperdigadas, débiles, brillan algunas luces repartidas por inmensas extensiones de sombra. Otras torres como la suya se levantan iluminadas, faros atravesando un techo de nubes. Contra el cristal reverbera el ronroneo de los generadores de gasóleo. Fucking apagones.

El cielo tiene el mismo color que el asfalto.

A sus espaldas oye el roce de un cuerpo contra las sábanas. Ve el cuerpo casi desnudo difuminado en el cristal de la ventana, una obra de arte que debería estar en algún museo.

Él, de todas maneras continúa mirando hacia afuera pero ahora con su atención dividida. Entonces descubre las sombras trepando por un rascacielos como ése en el que se encuentra pero a oscuras, quizá dos o tres pisos más bajo, cien metros hacia el Este, cerca del río. Tienen algo de reptiles o lagartos, hileras de salamanquesas pegadas a las paredes resbaladizas, escalándolas al parecer sin esfuerzo. En pocos minutos están arriba. No ha sonado alarma alguna, quizá porque no han intentado penetrar en la estructura. Los ha descubierto cuando ya estaban llegando a los últimos pisos y ahora se agitan y se afanan en la azotea. “Mira”, va a decirle a Alegría, pero se distrae y al momento se olvida de que iba a hacerlo. Cuatro sombras van volcando sobre las cuatro esquinas del edificio pequeños bidones que les pasan sus compañeros. Casi puede sentir los vapores de la gasolina contra el paladar. Luego los ocupantes de la azotea se deslizan por cables que habían tendido previamente hacia otro edificio. Los cables no se ven, pero no hay otra explicación a ese vuelo rápido de cuerpos inmóviles, todos en la misma dirección.

Más sombras hormiguean a los pies del rascacielos. Las llamas empiezan en el suelo y ascienden a toda velocidad por las aristas igual que una chispa recorre un reguero de pólvora.

El paralelepípedo se vuelve una tea gigantesca recortada contra la noche, una figura geométrica de fuego. Alegría se ha levantado, quizá también a mirar el resplandor y, al detenerse en el centro de la habitación, su cuerpo queda enmarcado en las líneas de fuego.

Yo también, algún día, quisiera tener ese aura, desprender esa energía.

Las llamas se apagan. La combustión de la gasolina ha durado apenas segundos y el edificio es otra vez una mole oscura, una torre compacta de basalto. Pero en la retina queda el fulgor y también en las pupilas de Alegría cree AM descubrirlo al volverse hacia ella. Con los ojos encendidos y un cuerpo adolescente, cicatrices sobre piel oscura en la que se marcan huesos, tendones, músculos alargados que le dan un aire de levedad. Recuerda a alguna hermosa criatura infernal. Un ángel feroz, piensa AM, pero se limita a sonreír. Ella no le devuelve la sonrisa.

Ya debe de estar seca, dice AM. ¿La ropa?

Claro.

¿Qué ha sido eso?

¿Eso? AM señala hacia el exterior. Ella se vuelve a la cama, se sienta y se tapa con la sábana. AM se pregunta por dónde habrá andado para estar tan morena. El contraste con la blancura de la sábana le hace pensar en pinturas egipcias, allí también ha visto a esas mujeres oscuras con ropajes blancos.

AM todavía no sabe quién es, de dónde ha salido, a qué se dedica, si funciona por su cuenta o pertenece a algún grupo. En lugar de responder, se encoge de hombros.

¿Te traigo tus cosas?

AM sale de la habitación y regresa con la ropa de Alegría en la mano. La ropa interior está tan ajada como los pantalones y la camisa de hombre que llevaba puestos.

¿No tienes más? ¿Llevas siempre lo mismo? Si quieres te consigo. Mi hermana debe de tener tu talla, más o menos. O la tenía antes.

Me vendría bien.

Alegría se entretiene arrancando una pequeña costra del codo. AM aguarda.

¿Algo más? Quiero decir, ¿necesitas algo más?

¿Es tuyo esto?

No, pero vivo aquí. Bueno, hasta que regresen los dueños, me descubran, me echen o me peguen un tiro. Pero creo que no volverán. No dejaron nada, salvo unas latas de conserva. Esto es como en la Biblia: el éxodo para evitar las siete plagas. ¿O eran diez?

Me gustaría quedarme un tiempo.

Vale. Sitio hay. AM aguarda unos segundos a la reacción de Alegría, que no llega. Tampoco una palabra de agradecimiento. Parece continuamente absorta o preocupada, alguien con problemas que no puede intuir AM. ¿Me vas a contar algo, o sea, de ti digo, algo que deba saber?

Otro día.

La luz del salón tiembla. Ambos se quedan mirando los halógenos, que parpadean, se apagan, se encienden otra vez, vuelven a apagarse. AM escucha los movimientos de Alegría, el roce de las ropas, y supone que se está vistiendo en la oscuridad. Mejor, porque si tienen que dormir juntos —no hay otra cama en la casa— la tentación será menor si Alegría está vestida.

Afuera también se han apagado las pocas luces que quedaban en los edificios cercanos. Hubo un tiempo en que este distrito brillaba como si fuese una aglomeración de cristales de kryptonita. Seguramente lo podían distinguir los astronautas; en las fotos de los satélites se vería una alargada mancha luminosa serpenteando junto al trazado del río. Antes aquello era un mundo de padres y madres de familia que trabajaban en espacios creados por decoradores, de niños que iban a escuelas cuyos maestros no se habrían atrevido a levantarles la voz, de calles por las que paseaban extranjeros con seis o siete perros de raza —de raza más valiosa que la suya— atados a las correas, de porteros, vigilantes, policías, todos ellos bien vestidos y educados. Antes aquel era un barrio en el que AM no habría siquiera soñado que viviría algún día. Los tiempos cambian, por suerte. La destrucción es el momento en el que la historia desarrolla su creatividad. El caos es el espacio propicio para los sueños. Todo es, otra vez, por fin, posible.


La novela Los ángeles feroces, ha sido publicada recientemente por la editorial Galaxia Gutenberg

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