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fabian soberon
Photo Credits: a.pasquier ©

Focos amarillos

En un bar con mesas amarillas, sobre la avenida que lleva a la playa, dos hombres delgados juegan al billar. Murmuran y se ríen. Más allá, en una mesa solitaria, un hombre viejo intercambia unas palabras con la que parece la dueña del bar.

Nada circula más que la brisa caliente que rueda por la calle. Tanto los hombres que juegan como el conversador se dejan envolver por el sol tremendo y alto.

En el hotel que está cerca, al lado de una zanja maloliente, es la siesta. Una mujer mayor mira hacia el agua de la pileta. Una chica tiene una bikini rosa y las piernas metidas en el agua turquesa. Se toma fotos con el celular. Seguramente pondrá las fotos en una red social. La mujer no habla. Tiene la cabeza en otra parte. Ambas tienen los ojos sueltos. Han llegado al hotel por unos días. Ninguna de las dos sabe hasta cuándo se quedarán.

Mientras ellas permanecen en la zona de la pileta, uno de los atentos empleados del hotel se sube a una escalera para colocar una red de focos amarillos. Curiosamente, los focos tienen el mismo color con el que han pintado las mesas del bar que está cerca del hotel. Wilson, el muchacho, ya en lo alto de la escalera, llama a su compañero de trabajo. En ese instante aparece el dueño del hotel. Le dice que mida la extensión del cable. Cuando lo hacen, Wilson advierte que es corto. Luego se baja de la escalera y trae un metro. Corrobora la extensión que hay desde el poste que está a la derecha hasta el poste que está del otro lado del agua. Efectivamente, el cable no es lo suficientemente largo. El dueño del hotel, bajo, rechoncho, se impacienta.

La chica le pregunta a la mujer mayor por cuántos días ha hecho la reserva del hotel. La mujer la mira pero no le contesta. La chica sabe lo que ha sucedido y no quiere hablar del tema de su padre. Hace años que intenta con la asociación de alcohólicos anónimos. Pero no ha podido. La mujer, silenciosa, lánguida, se pasa la mano por el cabello y ahora mira hacia la palmera que brilla con el sol en alto.

El dueño del hotel trae los focos amarillos. Le pide a Wilson que baje el cable. El fastidio reaparece en su cara como una marca imborrable. Lo peor es que él mismo compró el cable y fue él el que midió mal la extensión. De modo que no puede culpar a nadie y menos a Wilson. Wilson se aleja por un instante de la pileta. Alza los ojos al cielo con un techito hecho con las manos. El sol es tan intenso que apenas puede alzar la vista. Con dificultad, mira al cielo. Observa las nubes pequeñas que corren lentas. Prefiere hacer eso que ocuparse del fastidio momentáneo de su jefe.

Tres muchachos se acercan a la pileta. El más alto se tira de repente. Y se pone a reír como si no hubiera otra cosa que hacer. El segundo es negro y tiene un peinado con una cresta. Se pone bajo el sol y se deja estar. El otro es rubio y está pelado. El que ya está en la pileta señala al negro y le tira agua. El negro se aleja, como si no quisiera que el agua roce su piel violácea. El rubio se tira de repente como una bomba y salpica al negro. Este hace una mueca de enojo con la boca. Luego se tira y se acaba el juego.

A la mañana siguiente, la chica de la bikini rosa baja a tomar sol al lado de la pileta. Se acuesta en una banqueta larga de madera. La madre está sola en la sala del desayuno. Mira por la ventana abierta que da a la calle. Desde allí se ve el bar de las mesas amarillas. También se huele el hedor que despide la zanja larga y estrecha que trae los restos del mar y el agua estancada con sal. La mujer apenas humedece con su boca temblorosa el borde de la taza de café. Vuelve los ojos hacia la mesa con el mantel floreado. Luego, como si no quisiera, sigue el movimiento del vestido de la chica que renueva las bandejas con frutas y tartas. La mujer mayor se entretiene en el vaivén de la tela. Por un instante, tiene la cara de su marido en el momento anterior a la caída. La chica de la bikini rosa entra a la sala del desayuno. La llama. La mujer no contesta. Tiene el color de la piel de su marido. Es violácea y fría. Mamá, le dice la chica. Y la mujer no responde.

Ya es la tarde. Los tres muchachos se han ido sin despedirse. No son amigos de la mujer ni de la chica. En el hotel, nadie se conoce. Los muchachos han venido de lejos y en la Nochebuena estarán con sus familias al frente de una mesa llena de comida y velas. Al lado, habrá un árbol de navidad.

En el hotel solo quedan tres huéspedes. En el patio común un joven traslada un juego de ajedrez desde una mesa ratona hasta la mesada del desayuno. Wilson ya ha colocado los focos –finalmente ha arreglado la extensión del cable con un alargador— y mira un video en YouTube. Su novia no está en la ciudad. Y le ha tocado el turno de Navidad. Wilson extraña a su novia pero siente que le viene bien pasar la noche en su trabajo, frente a unos turistas desconocidos. Eso está bien por un tiempo. En el video, un grupo musical pasa de la salsa al rock. El muchacho del ajedrez prepara las piezas. Luego mueve el primer peón. Se corre de la silla y se coloca al frente. Hace de cuenta que cumple el rol de dos jugadores.

Aunque no lo recuerda en ese momento, Wilson sabe que el dueño le ha pedido que encienda los focos a la medianoche.

La mujer mayor se ha puesto un vestido elegante y unos aros dorados. Se para al lado de la ventana que da a la calle. Mira hacia el bar de las mesas amarillas. La dueña está sola y por el movimiento de su cuerpo se puede sospechar que espera a alguien. Ha servido en la barra dos vasos con una bebida transparente. La mujer mayor tiene la tentación de ir a brindar con la dueña del bar. Pero se arrepiente. Se queda quieta. Algo la detiene. No sabe qué es. La chica tiene una minifalda y una blusa verde. Se podría pensar que quiere atraer a Wilson pero solo mira el celular. Él sigue con los ojos clavados en la computadora. La música de YouTube suena suave.

La mujer mayor gira la cara, abandona a la dueña del bar y levanta la vista. El reloj marca las once y cincuenta y cinco de la noche.

Unos minutos después, a la hora señalada, Wilson sale de su puesto de guardia y se acerca a las llaves de las luces. Cumple la orden del dueño. Los focos amarillos se encienden por primera vez y se reflejan en el agua nocturna.


Photo Credits: a.pasquier ©

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