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Florentina, de Eduardo Muslip: una novela de la memoria, las medias palabras y la migración

“Aparece Florentina.” El narrador despierta luego de un viaje de veinte horas en autobús entre una ciudad del sur de Brasil y Buenos Aires. Con esa frase ambigua se abre el libro, una frase que remite a una presencia que no es un fantasma, sino una aparición casi física del recuerdo en el narrador. Florentina, la abuela gallega, muerta hace más de 30 años, es quien da pie a la historia, al recuerdo de sus últimos 10 años de vida, años que coinciden con los momentos postreros de la adolescencia de este narrador sin nombre.

La novela de Eduardo Muslip (Buenos Aires, 1965) que tenemos entre manos puede categorizarse como una contra-historia de la migración. No mostrará el camino de la aceptación y adaptación de Florentina a partir de una promesa de bienestar, sino un círculo de furiosos recuerdos de quien no pudo ni quiso aceptar los cambios, el alejamiento del pueblo natal, el abandono de la naturaleza gallega, en pos de una urbe americana. A partir de los recuerdos del narrador, reconstruiremos la historia de la abuela extranjera hecha de medias palabras, gestos, hastío e insultos murmurados en un lenguaje a veces inaccesible para el nieto. Florentina, personaje único y excluyente de una narración que no tiene diálogos, nace en una aldea de Orense, casi analfabeta, pues apenas puede firmar con su nombre. En la década de 1920 sus hermanos la casan con un hombre al que no quiere, y la envían, embarazada, a Buenos Aires a reunirse con su marido, lugar donde nunca será feliz. Apenas un par de años más tarde huye de su casa, y toma un barco de vuelta a Galicia con sus dos hijas argentinas. Los hermanos la envían nuevamente a Buenos Aires.

Florentina vive la migración como desgracia. Su personaje se irá construyendo paulatinamente como una vieja maldecidora, con un lenguaje, signo de su identidad suspendida, conformado mayormente por frases breves en gallego. Su media lengua, esa lengua doméstica que se acrecienta con los años, cimentada con un casi analfabetismo solo interrumpido por la casual lectura de titulares de los periódicos, va conformando la identidad del migrante. La abuela habla poco, con una lengua fragmentada, de la infancia, que da como resultado una identidad igualmente fragmentada, anclada en una adolescencia que recuerda como un pasado mejor que el futuro que no quiso construir.

La abuela recuerda dos o tres anécdotas que repite como manera de anclarse en su pasado gallego o frases hechas, que se pueden anticipar en situaciones particulares, una manera de marcar su subjetividad, y su conexión con un pasado siempre presente. Su voz es la única que tiene espesor en el relato a pesar de lo breve o el lugar común que enuncian: “En Galicia están todos muertos de hambre”, “viajé como ganado”, “trabajaba de sol a sol”,” tu abuela tuvo una vida muy sacrificada”, etc. El narrador sabe lo que va a decir su abuela de pocas palabras. Así, Florentina es también un ensayo sobre las frases hechas de una familia de clase media, primera generación de argentinos, una historia familiar construida a partir de frases hechas y con recuerdos.

La historia familiar no es lo único construido por recuerdos y ausencias. También aparece la ciudad que expulsa, Buenos Aires, el barrio, la casa, una modernidad urbana de ríos contaminados, hombres que persiguen obreras, el hospicio y las locas, los conventillos, el marido que bebe en los bares, acompañado de un perro callejero. De a poco aparece una ciudad sin texturas, de barrio adentro, de casas de clase media con decoración típica de una familia aspiracional de los años ‘70s que pasa de medianamente ilustrada. Este living se convierte en refugio y marco de una muda conversación entre la abuela que nunca demuestra ternura, el adolescente hosco inclinado a la lectura, silencioso cómplice, y el perro pequinés. En este ámbito de desarraigo permanente, la abuela habita en los recuerdos y en el problema del migrante: setenta años sin ser ni estar.

Así, en la novela encontramos un Buenos Aires sin texturas, olores, sabores de la infancia, donde no hay animales más que el pequinés, no hay naturaleza, más que el Riachuelo contaminado. Buenos Aires aparece como “desierto” en relación con la etapa de formación de la protagonista, que ocurre, como sabemos, en un pueblo de Galicia, especie de paraíso o lugar mítico donde todo es mejor, y se nutre del recuerdo de la infancia y la adolescencia, formadores de la identidad, de los sabores, las texturas, los primeros amores. En su pueblo todo es más auténtico, la naturaleza está presente, la comida es más nutritiva, mientras que en la capital argentina las frutas y las verduras tienen “mala cara”, los alimentos no tienen gusto a nada, y nadie puede cocinar como se debe. La abuela nos sitúa ante un ejercicio de desvalorización de la Meca a la que se arriba en medio de una migración traumática.

De este modo, Florentina escapa del lugar común de las historias de migrantes en las cuales se indica que éste sale de una vida miserable, escapa de una realidad premoderna muchas veces, para adaptarse a un nuevo contexto que le proveerá de una vida mejor, de las oportunidades que no tuvo en su tierra natal. Sin embargo, esto no sucede con la abuela. Ante la muerte temprana del marido “andariego”, un hombre al que no duda de definir como “que no tiene paz”, queda sola en tierra ajena. Si bien no estuvo enamorada de él, lo conoce desde la infancia gallega, y es el hombre con quien la obligan a casarse sus hermanos. De alguna manera, el marido, aunque odioso, la reconecta con su pasado. Una vez desaparecido, su existencia se manifiesta en el futuro, en su descendencia. Florentina no comprende a sus hijas, vive temporalmente con cada una de ellas, siente las molestias de no tener un espacio propio, de estar en casas ajenas. Quizás esta condición de migrante que se traslada también al ámbito de lo doméstico, no haga más que ilustrar formas de relacionarse con el entorno y la familia que siempre parece ajena: Florentina no se reconoce en sus hijas, no tiene los mismos deseos y problemas que sus hijas. Vive anclada en Galicia y no logra ser madre de sus hijas porque sigue siendo hija de su madre, añorando una comida que sabe mejor en la casa pobre de su infancia, unos vegetales que, según dice, crecen más grandes y sabrosos porque son cultivados con amor, en los campos familiares, a diferencia de las famélicas verduras que come en Buenos Aires.

En la novela, la narración se deshace de a poco, como la mítica trenza de la abuela. Cuando Florentina llega a Buenos Aires por segunda vez, se corta la trenza de raíz y ya no vuelve a dejarse a crecer el cabello. Podríamos decir que Florentina deja su cabello en Galicia, o que el cabello solo crece en Galicia. O que Buenos Aires no se merece su pelo, que el pelo no crece tan bien en Buenos Aires, como los vegetales de mala cara, o los recuerdos de una infancia inalcanzable por la distancia y la memoria.

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