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esteban ierardo
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Florencia, ciudad del Arte

Llegamos en la mañana. Un moderno tranvía nos lleva hasta la zona del casco histórico. Ya estamos en Florencia, entre sus edificios, esculturas, calles empedradas, iglesias, mercados y cafeterías. Arte por doquier.

Pero como viajeros que no lo planifican todo, al principio nos perdemos rumbo al alojamiento. Y en medio de nuestra desubicación, una aparición extraordinaria nos deja boquiabiertos: la catedral de Santa María del Fiore.

Stendhal, el autor de Rojo y negro y de La cartuja de Parma, experimentó su síndrome: el síndrome de Stendhal, ante la belleza de Florencia. Las palpitaciones que aumentan, una sensación de vértigo ante tanto esplendor. Junto con Laura, mi esposa coviajera, sentimos que nos desvanecemos.

Pero nos reponemos. Y caminamos hasta llegar a la Plaza de la Signoria. A unos pasos, en una angosta calle lateral, encontramos el alojamiento.

Solo entonces, luego de descansar, podemos atender mejor a tanta historia al aire libre. En la Plaza de la Signoria, el Palacio Vecchio trepa con su altura de piedra. A un costado, la Fuente de Neptuno, y una réplica del David del Miguel Ángel; y el monumento de la Loggi dei Lanzi, llamada así, averigüe después, por los mercenarios alemanes, armados con lanzas que, al servicio de Carlos V, descansaron ahí, en su camino hacia el famoso saqueo de Roma, en 1527.

Con los Médicis, la familia de banqueros y mecenas, Florencia se organizó como una República. Pero en el siglo XVII, Cosme I de Médici dio nacimiento al Ducado de Toscana. En ese tiempo, la Logia dei Lanzi se convirtió en un recinto con grandes esculturas. Uno de los primeros espacios públicos de exhibición de arte en el mundo.

En la Logia se encuentra, junto al Il Ratto delle Sabine, de Giambologna, y otras importantes obras, el célebre Perseo con la cabeza de la medusa. Un bronce de más de tres metros de altura, de Benvenuto Cellini. Cuando Perseo corta la cabeza de los cabellos de serpientes alegoriza el fin de las viejas discordias de los ciudadanos en los tiempos republicanos.

Julio César fundó lo que sería Florencia en el 59 A.C. En su fundación, tuvo la forma de un campamento del ejército romano, con su centro en la actual Plaza de la República. La Florencia original se alzaba en la Via Cassia, la principal ruta romana hacia el norte, en el valle de Arno. Así, rápidamente, la ciudad se convirtió en gran centro comercial. Y en aquella Piazza della Repubblica, zona del mercado en la edad media, en el siglo XX, durante el fascismo, se removió la estatua del rey Vittorio Emanuele II, porque se quería tener más espacio para los actos públicos que exaltaban al régimen.

En el perímetro de la plaza está el café literario Giubbe Rosse, uno de los que tiene más historia en Italia. Lugar de encuentro de Marinetti y sus seguidores futuristas.  

Hablamos con algunos otros argentinos que merodean la Plaza de la Signoria. En la plaza, leí que, en 1498, fue quemado Savanarola, el predicador fanático que exhortó a los florentinos a tirar al fuego sus posesiones lujosas en una “hoguera de las vanidades”.

Pero estamos ansiosos por volver a la Basílica de Santa María del Fiore, también conocida como el Duomo, con su cúpula de 55 metros de diámetro, la más grande del mundo.

Apreciamos la fachada en la que se funden rosetones, tímpanos, mármoles, esculturas empotradas en sus nichos, columnas serpentinas y aberturas. Una presencia artística del pasado que sobrevive, casi intacta, por la firmeza de la arquitectura. Gigante, bello y despierto, que en su interior abraza frescos, pavimentos de figuras geométricas, arcos ojivales y una planta en forma de cruz latina.

La obra maestra del arte gótico y del primer Renacimiento italiano. Entre los siglos XII y XV, el gran símbolo del poder florentino, con su gran cúpula y sus 114 metros de altura, de Filipo Brunelleschi, junto al Campanile de Giotto.

Y vemos el Battistero de San Juan. Confirmamos lo que habíamos leído en tantas partes: el Battistero muestra las puertas de bronce de Lorenzo Giberthi, con escenas del Antiguo Testamento, y llamada “del Paraíso” por Miguel Ángel. Según Giorgio Vasari, “la obra de arte más fina jamás creada”. Puertas que, sin embargo, el viajero debe saber que en realidad son copias, porque los paneles originales, luego de ser dañados por una gran inundación, están en el cercano Museo dell’Opera del Duomo.

Rápido, comprobamos que la ciudad es recorrida por miles de turistas. Algunos en grupo, otros solitarios. Las mujeres compiten en mostrar sus mejores prendas. A muchos los devora la urgencia por comer una buena focaccia, en la Osteria All’antico Vinaio. Otros, quieren visitar los lugares emblemáticos, entre los que se encuentra el Puente Vecchio. Otro símbolo de la ciudad. Desde la edad media, el puente contiene una colmena de joyerías, que seducen con su oro y diamantes.

A la vera del Ponte Vecchio, unos remeros fluyen, ágiles, sobre el Arno. Uno de los visitantes viste una remera con la imagen de Leonardo. Y a Leonardo lo vemos en una de las estatuas que adornan el patio de la Galería de los Uffizi.

En una de las salas del gran museo se muestran tres obras del genio de La última cenaLa anunciaciónLos reyes magos, El bautismo de Cristo. La autoría de esta última obra es de su maestro, Andrea del Verocchio. Pero, sin discusión, hoy se acepta que uno de los ángeles del lienzo solo pudo surgir del pintor de La Gioconda.

Y al charlar con Laura, recordamos que Leonardo, de origen ilegítimo, se crió entre las rocas y árboles del paisaje toscano, en Vinci. Su pensamiento complejo, además de abrazar la excelencia artística y las invenciones diversas, también se apasionó por las formas vegetales, las plantas y sus detalles, el mundo natural y sus ritmos.

Por eso en la Piazza della Signoria, nos quedamos un largo rato viendo un árbol dentro de un dodecaedro, la representación del universo para el neoplatonismo renacentista, y una figura que evoca también los estudios de Leonardo en relación con la botánica y su pionero interés ecológico por la naturaleza.

Al caminar entre las calles florentinas, recuerdo que el papa Sixto IV pidió a Lorenzo dei Medici sus mejores artistas para pintar una capilla. La capilla Sixtina. Leonardo no estuvo entre los elegidos. Miguel Ángel, sí. Y con la casa de Miguel Ángel, en la Vía Ghibellina 70, nos encontramos vagando al azar.

Como el flâneur de Baudelaire, con Laura recorremos las calles sin una meta fija. Sin un mapa previo. Solo para descubrir lo no programado. El viaje del descubrimiento espontáneo.

En 1503, los dos grandes florentinos, Miguel Ángel y Leonardo, competieron en la decoración de la Sala del Consejo, hoy la sala del Cinquecento, del Palazzo Vecchio, que visitamos entre turistas de muchos países.

En ese lugar, Leonardo acometió La batalla de Anghiari, una victoria de los florentinos sobre los Visconti, la casa gobernante en Milán. La obra, hoy desaparecida, irradia un halo de misterio. Supuestamente, desapareció cuando, por orden de Cosme I, Giorgio Vasari pintó encima La batalla de Scannagallo, en 1565.

Pero muchos expertos sostienen que debajo del mural sobrevive, oculta, la pintura de Leonardo. Difícilmente Vasari, el autor de Las vidas de los más excelente pintores, escultores y arquitectos, el mismo pintor y arquitecto, biógrafo de Leonardo, pudo haber pintado encima de su admirado maestro.

Una guía nos recuerda algo que ya sabíamos: para decorar la sala del Cinquecento, Miguel Ángel pintó el cartón de La batalla de Casina, victoria florentina sobre los pisanos. Luego, trasladaría esta imagen a las proporciones de un gran mural. La encargada de guiarnos nos habla también de una arraigada tradición: Baccio Bandinelli, escultor que sentía una envidia por Buonarroti, habría destruido su boceto.

Y Bandinelli es el autor de Hércules y Caco. Estatua que vemos en la Plaza de la Signoria, ubicada, como una ironía, junto a la copia del David.

Al vagar de vuelta por las calles descubrimos un relieve que nos empecinamos en fotografiar: unos artistas anónimos que, en su taller, tallan una escultura; mientras, otros, construyen un edificio con una plomada, un compás, una escuadra. Los constructores verdaderos del arte. Ese arte que, luego, la aristocracia y el clero gozaban y ostentaban.

Cerca, nos detenemos en La fuente del Porcellino, en la Logia del Mercado Nuevo. Allí vemos una estatua de un jabalí de bronce, de Pietro Tacca. En el siglo XVII se convirtió en una fuente. Al mismo tiempo nació la superstición de introducir una moneda en el jabalí, como augurio de buena suerte. Una creencia de la que dio constancia, asegura una placa, Hans Cristián Andersen durante uno de sus viajes a Florencia.

En un puesto del Mercado, cerca del Il porcellino, comemos un bocadillo de lampredotto, comida regional típica de la Toscana.

Y al atravesar el Ponte Vecchio, nos topamos con una breve galería, en la que sobresale un negocio de cerámicas, y que da a una casa en el fondo. Una placa nos recuerda que allí vivió Maquiavelo, el autor de El príncipe.

Al poco andar, descubrimos el Palacio Pitti. Edificio austero e impresionante que fue construido por pedido de Lucca Pitti, un poderoso banquero, socio de Cosme I Médici, con la intención, se cree, de superar al palacio Médici Riccardi.

Recordé entonces que, en un libro de historia del arte, había leído que, en el 1600, en el Palacio Pitti se estrenó lo que para algunos es la primera ópera cuya música se conserva íntegramente: Eurídice, de Jacopo Peri. Con el tiempo, el gran edificio se convirtió en la residencia de los duques de la Toscana. También fue base militar de Napoleón durante su invasión al norte italiano.

Y en una caminata nocturna en torno a la Basílica de San Lorenzo, nos encontramos con una mujer: Ana María Luisa de Médici. Ella descansa en forma de estatua. El arte conservado de la ciudad depende de su legado. ¿Por qué?

En 1737, Ana, residente en el Palacio Pitti, recibió el ofrecimiento de la regencia del ducado de Toscana, en nombre del duque legítimo Francisco Esteban de Lorena. Pero declinó la oferta. Dejó el ducado en manos de la casa Lorena. Pero a condición de un Pacto de familia. Por este, el tesoro artístico florentino no podía ser sacado de la ciudad. Así se evitó que Florencia fuera esquilmada en su arte, lo que sí le pasó a Urbino.

De manera que pudimos visitar el David en la Galería de la Academia; o la Galleria degli Uffizi con la colección de pintura renacentista más importante del mundo; o recorrer las esculturas del Museo Bargello, por el acuerdo de Ana María Luisa de Médici. No en vano, todos los años, los florentinos la recuerdan el 17 de febrero, en una importante fiesta comunal.

Los Uffizi es el edificio construido con los planos de Vasari, para ampliar el Palacio Vecchio.

Es tanta la belleza ahí acumulada que la única forma de una visita plena es la que sigue después del conocimiento físico de las obras. Es decir: volviendo, por el recuerdo, todas las veces que se pueda a esa visita, y profundizando, por la lectura, todo lo visto.

Las genuinas visitas nunca terminan. Son un proceso mental continuo. Una evocación repetida que agrega más detalles y perfiles.

Ese tipo de visita continua es la que ahora me lleva  a recordar algunas de las obras que con Laura vimos en los Uffizi. Por ejemplo: La medusa de Caravaggio; El nacimiento de Venus y La Primavera, de Botticelli; La batalla de San Romano, de Paolo Ucello; La Tebaide del Beato Angélico; y las obras de tantos otros artistas, con muchos de los cuales podemos encontrarnos, afuera, en el patio del museo, poblado con sendas estatuas en su homenaje.

Y en un momento queremos apelar al consejo de un habitante de la ciudad en nuestro viaje. En nuestro propio alojamiento encontramos esa guía.

El hotel donde estamos alojados es una casona restaurada que perteneció a Vasco Pratolini, uno de los grandes escritores neorrealistas italianos del siglo XX. La encargada, una servicial albana, está triste. Le robaron los pasaportes de ella y sus hijos, y su dinero. Tratamos de consolarla. Y al reponerse nos aconseja ir a la Iglesia de Santa Croce. Así lo hacemos.

Ahí, después reparamos, es el lugar donde Stendhal sintió, puntualmente, su célebre desvanecimiento ante la belleza.

En la plaza frente a la basílica, el sol desparrama su luz. Es una tarde diáfana. Un músico callejero entona sus acordes. Un libro gigante se alza en una esquina para atraer lectores hacia una enciclopedia impresa, poco apreciada en estos tiempos digitales. La gran iglesia es imponente. Como también lo es, frente al templo, la estatua dedicada a Dante, otro gran florentino, con su mirada que escruta los cielos, y su gesto adusto que anuncia los castigos del infierno.

Cerca de nuestro alojamiento, siempre nos encontramos con la casa del poeta de la Divina comedia. Y lo imaginamos no solo volando en el cielo con su Beatrice, sino también peleándose con los papistas de su época y ubicando en el infierno a sus rivales en su célebre poema.

En nuestra última caminata durante la noche, la Basílica de Santa Maria del Fiore nos hipnotiza. Nos parece una criatura viva, fascinante.

Esa noche quizá llueve, nace una tormenta. O no. Pensamos entonces que en la ciudad del gran arte no dejamos de ver lo inquietante: el sufrimiento escondido.

El dolor convive con la belleza.

Por eso, la noche antes de irnos a la mañana siguiente repasamos con Laura el reverso doloroso de la tanta belleza que habíamos visto: los empleados en los supermercados que trabajan largas horas por la paga mínima; los mozos que, entre el humo de un cigarrillo y apartados en un descanso solitario, mitigan su angustia por tener que agradar a los clientes con pantomimas de amabilidad forzada; y un caballo viejo y cansado que, frente a la basílica de Santa Maria dei Fiori, se resigna a tirar de un carruaje en el que se acomodan unos turistas.

Y también está el sufrimiento de otras épocas. En tiempos modernos, la invasión de los franceses, o la de los alemanes en la Segunda Guerra Mundial. Y recordamos la gran inundación de 1966, el desborde del Arno, que mató a más de cien personas y destruyó numerosas obras de arte.

Antes de irnos, el esposo de la encargada nos despide con mucha amabilidad.

Caminamos entonces hasta la estación del tren, cerca de la iglesia de Santa María Novella. Y en el camino, con Laura nos ponemos de acuerdo: la belleza nunca está lejos de la angustia y la soledad.


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