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Filmar por encargo

A comienzos de los 80, viviendo en Caracas, viajaba con relativa frecuencia a Nueva York. A veces por trabajo, a veces por placer. En la Gran Manzana vivía mi primo Jorge, que se había ido de Argentina a los 20 años, y también unos cuantos amigos. En uno de esos viajes me acerqué a las Naciones Unidas, en busca de posibilidades de trabajo, y me entrevisté con la gente del DPI (Department of Public Information), cuya sección de cine comandaba Peter Hollander. Conversamos, nos caímos bien, dejé mis datos.

Tiempo más tarde recibí una comunicación en la que se me invitaba a sostener una reunión. El centro de producción fílmica enviaba todos los años un equipo de filmación a algunos países del tercer mundo con el objeto de producir un documental sobre algún tema específico. Pero se había producido una queja: los documentales eran hechos por gente que no era originaria del país filmado, y no reflejaban el espíritu o las inquietudes locales. Por ello, el DPI decidió hacer un experimento: contratar a directores de las diversas regiones de los países en desarrollo y responder de esa manera a la queja. Habían pensado en mí para filmar algo en América Latina, y esperaban de mi parte una propuesta.

Después de pensarlo unos días – mi estadía en Nueva York no debía prolongarse mucho más – propuse un tema, la deuda externa de América Latina. Era por esos años un tema candente, las deudas externas de muchos países de nuestra región habían trepado a cifras siderales, imposibles de pagar. Cuando terminé de exponer mi propuesta ante Hollander y sus colaboradores, lo que reinó en la reunión fue un clima, por decir lo menos, de desconcierto. Los temas que habitualmente tocaban los documentales realizados por el DPI eran la sequía en una determinada región, un cultivo experimental en otra, los hábitos de alguna tribu primitiva. Y no se llegó a ninguna conclusión, y mucho menos a una decisión de producir el documental latinoamericano.

Pero el azar, o la suerte, recorren a veces caminos insospechados. Por esos mismos días, una autoridad económica indiscutible – el presidente del Banco Mundial – apareció en una nota del New York Times hablando precisamente sobre la problemática de la deuda externa de los países del tercer mundo. El discurso hizo que el semáforo que regulaba a mis contratantes pasara sin vacilar del rojo al verde, y las dudas frente a mi propuesta se disiparon. Se preparó un contrato, por el cual yo realizaría un viaje de investigación y scouting por varios países de la región, para elaborar un guión y una propuesta de producción.

Todavía guardo el pasaporte de tapas celestes que me otorgaron, y que tantas puertas me abrió. Comencé este viaje en Santiago de Chile, en plena dictadura de Pinochet, entrevistándome con el Secretario General de la Cepal, el uruguayo Enrique Iglesias. Mi escala siguiente fue Bolivia. Antes de aterrizar nos sirvieron un té de coca, para afrontar las alturas y el soroche. Y nos dieron una recomendación: caminar despacito, comer poquito y dormir solito. Caminé normal, cené normal y si bien dormí solito, como a las 3 de la madrugada desperté en el hotel con la sensación de que, literalmente, me reventaba la cabeza. No lo asocié con la puna o el mal de montaña, y después de dar vuelta un par de horas en la cama, logré dormir. Cuando bajé a desayunar y lo comenté en la recepción me señalaron el tanque de oxígeno que tenían preparado para esas contingencias.
Seguí viaje a Argentina, Perú, México y República Dominicana. Regresé a Venezuela a elaborar el guión. A la sazón, yo era director de producción de la agencia de publicidad McCann Erickson. Me reuní con el gallego Javier Guzmán, director creativo y gran amigo, que festejó la oportunidad de trabajo que se me había presentado. La idea era solicitar una licencia por el tiempo que durara la producción.

Me documenté leyendo diversos materiales y extractando la esencia de las entrevistas que había realizado en mi viaje exploratorio. Llegué a la conclusión de que el documental no podía ser un ensayo de economía, plagado de cifras, estadísticas, resoluciones ministeriales. La manera de retratar el problema de la deuda externa era mostrar sus consecuencias en temas como salud, educación, vivienda, y sus víctimas: los estratos más vulnerables de la sociedad.

Mi propuesta fue aprobada por el DPI, se elaboró un presupuesto y un plan de rodaje. También me aceptaron al director de fotografía, el amigo Esteban “Pucho” Courtalón, otro argentino residente en Venezuela con quien había trabajado en cortos publicitarios. El sonidista sería un jamaiquino del staff del DPI. Pero en ese momento también se desencadenó un proceso conflictivo en la agencia de publicidad. Su presidente, un guatemalteco a quien no queríamos y habíamos bautizado como el “niño del Brasil” porque en sus rasgos típicamente mayas desentonaban unos ojos llamativamente celestes, comenzó a darle largas a mi licencia, con el pretexto de que había mucho trabajo. Desde las Naciones Unidas también llegaban presiones, había que cumplir con el plan de rodaje. Las semanas pasaban, y a pesar de los intentos de mi amigo Javier, la autorización no se producía.

Creo que por primera vez en mi vida comencé a conocer en carne propia las consecuencias del mal de moda, el stress, bajo la forma de una somatización. Estaba en una reunión de amigos en un apartamento caraqueño de Colinas de Bello Monte. Fui al balcón a fumar un cigarrillo y mientras observaba el paisaje de una colina lejana me di cuenta de que lo que veía el ojo derecho era diferente de lo que veía el izquierdo. Resumiendo, estaba sufriendo los efectos de un desprendimiento de retina. Afortunadamente, unos buenos puntos de soldadura láser resolvieron el problema, pero me quedó una consecuencia: con el ojo izquierdo veo las imágenes distorsionadas en sentido vertical, mi ojo izquierdo es definitivamente hijo de Domenico Theotocopuli, el Greco. Y la otra consecuencia fue que no tuve más remedio que renunciar a McCann Erickson.
Y llegó por fin la hora de filmar. Además de presidentes y ministros de hacienda, entrevistamos en Chile, clandestinamente, al secretario general de la central obrera. En Lima, a los habitantes de los Pueblos Jóvenes, eufemismo por villas miseria, callampas o cerros. A los haitianos que cortan caña de azúcar en la República Dominicana, y a varios dirigentes políticos progresistas, como Juan Bosch y otros.

Y la etapa final, el montaje. Se realizó en la sede de las Naciones Unidas, en Nueva York. Tuve la suerte de que me asignaran como montador a Enzo Bartoccioli, un italiano nacido en Perugia y casado con Suze Rotolo, la primera novia de Bob Dylan. Con Enzo teníamos muchas cosas en común, debidas en gran parte a mis cinco años romanos, y seguimos siendo “amici per la pelle”. A propósito, traten de leer “A Freewheelin’ Time: A Memoir of Greenwich Village in the Sixties”, el libro que Suzanne escribió sobre esa época de la movida neoyorquina.

Cuando “La bomba de tiempo”, que así titulé el documental, se estrenó en el Centro Cultural Recoleta de Buenos Aires, a modo de felicitación un amigo me dijo: “¿Cómo lograste que las Naciones Unidas te produjeran una película socialista?”

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