Era feliz sólo en el colegio. Me gustaba el olor de los libros nuevos y de las gomas de borrar; me gustaban las tapas y las páginas en blanco de los cuadernos; me gustaba escribir “en limpio” y también hojear y mirar las imágenes sugestivas de mundos lejanos y desconocidos (los mismos que, después, fui a buscar…) Sin embargo no sabía dibujar, especialmente las formas libres de personas y animales, que pretendía torpemente encerrar en los límites angostos de rayas y cuadritos, tal vez en una vana búsqueda de poner orden en ese caos subterráneo que se agitaba a menudo dentro de mí.
Leo mucho. Leo siempre. A veces con sosiego profundo, a veces con furia voraz. Pero puedo decir hoy, después de tantas cosas vividas, que la felicidad para mí es abrir un libro en la paz de mi casa y en la luz esplendorosa de mi balcón como, también, en la confusión de un aeropuerto o en la sala de espera de una oficina. Nada me entusiasma más que abrir un libro y saber que hay un río caudaloso de palabras por descubrir, que encierran sorpresas y un sinfín de emociones.
He leído muchísimo en estos últimos meses de encierro forzado. Un libro para cada estado de ánimo, para cada necesidad, para cada nuevo estímulo. He hallado en la concreción de la palabra escrita un ancla que me trae de vuelta a la realidad y, al mismo tiempo, el espacio ideal para los sueños; he hallado el sentido, no siempre bello, del presente que me rodea y que puedo tocar pero, también, del tiempo que ha pasado y que pasa; he encontrado la compañía en la ausencia de mi hijo, la inspiración para los pensamientos que quiero seguir pensando, y que brotan insistentes, entrando y saliendo de mi mente.
Sólo quienes comparten esta pasión, este amor que consume como una fiebre abrasadora, pueden entender lo que se siente leyendo, saboreando el placer de sentir que nuevas, insospechadas ventanas se abrirán para nosotros, y a veces siento que he firmado una suerte de tácito pacto solidario con todos aquellos en los que he visto arder esa misma fiebre, adivinando esa alquimia secreta que sella un entendimiento instantáneo y perfecto entre lectores.
Para mí, la certeza de un libro, es igual al volver a casa y sentirse bien. No importa cuál sea ni dónde esté la casa: con un libro nunca estamos solos y cualquier lugar se convierte en un espacio, un terreno muy nuestro.
A veces, mientras leo, tengo la sensación de ser sorprendida, de repente, por instantes únicos en que una sola palabra logra desencadenar dentro de mí una iluminación profunda y entonces me parece entenderlo y poseerlo todo; fracciones de segundos en que verdades universales e instantes de conocimiento pleno rompen de pronto la oscuridad y todo, entonces, parece cobrar sentido, encajar en su justo lugar, fluir armoniosamente.
Quisiera atrapar esos instantes fugaces, asirlos firmemente, porque tengo la sensación extraordinaria de haber armado, al fin, el rompecabezas y me parece poder comprender (en su doble acepción de entender e incluir…) de veras todo. En esos momentos siento una infinita gratitud, una verdadera devoción hacia quien o quienes han hallado las palabras exactas para lograr despertarme esas sensaciones, para hacerme estallar por dentro esos inesperados, maravillosos relámpagos de luz reveladora.
Pero son sólo instantes, efímeros e inasibles, y por ello hasta me cuesta describirlos.
Photo Credits: Jan Murin