Leo que cuando los astronautas emprenden un viaje al espacio se les dota de todo lo que van a necesitar y casi de todo lo que no. Para lograrlo se usa una especie de lista de chequeo en la que lo primero que se incluye es lo referente a la alimentación, luego a lo que tiene que ver con la salud y finalmente todo lo relacionado con el entretenimiento. Los encargados de esta fina labor son científicos meticulosos y obedientes porque, según las agencias espaciales más importantes del mundo, cualquier error podría causar inconvenientes más o menos graves, desde los problemas de comunicación con la tripulación hasta la pérdida de la vida de alguno de ellos. Pero, como las agencias espaciales tienen de todo menos de tontas, hay un grupo secreto que se encarga de revisar que los anteriores científicos hayan hecho bien su trabajo. Y además de hacer cumplir las listas de los primeros, tienen una labor más que especial, porque son los encargados de dotar a la tripulación de las cápsulas de la felicidad. Se trata de unas microcápsulas que los hacen sentirse felices sin importar las condiciones en las que se encuentren. No tienen efectos secundarios, según se dice, aunque todos sabemos que la felicidad es la droga que más efectos secundarios puede llegar a tener.
Luego de leer esto, no pude dejar de pensar en que, a nosotros, a los que nos dedicamos a contar el mundo, no nos es dada una tarea de tal calibre porque a lo mejor le terminaríamos dando las cápsulas a cualquiera en cualquier momento o, todo hay que decirlo, no dándoselas a nadie y dejándolas a su suerte hasta que la fecha de caducidad, como si se tratara de un agujero negro, las hiciera desaparecer junto con las esperanzas del tripulante. Y ahora, luego de escribir esto, no puedo dejar de pensar en que lo que hacemos quienes contamos el mundo no es otra cosa que fabricar esas cápsulas, pero que no contamos con los permisos médicos para poderlo certificar.