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Febrero Loco y Marzo otro Poco. Cuarta Historia de Amor y el Camino hacia mi Libertad

Confieso que he Amado.

Recuerdo de pequeña a mi maestra de ballet diciendo que había tenido dos grandes amores en su vida, – su esposo y la danza-.  La primera vez que lo escuché ni siquiera pensaba en el amor, quizás porque lo daba por hecho entre la ternura de mi familia y la certeza de una infancia privilegiada y feliz.

Nunca fui una niña precoz para los asuntos del amor.  Mientras mis amigas del colegio jugaban a ser mujeres, se dedicaban a hacer las tareas, sacar buenas notas y tener novio, yo pasaba mis tardes escribiendo rutas de vuelo en las nubes, olvidando las tareas y enfocada en mis clases de ballet.  En asuntos del romance, fui más bien una Celestina que confabulaba a favor del amor a cambio de inventar ilusiones.  Me encantaba provocar encuentros, escuchar a mis amigos y amigas hablar sobre sus historias de amor que eran una mezcla de juego entre hormonas y cuentos de hadas y me bastaba con dar consejos y encubrir amores.   Era como vivir muchas historias simultáneamente sin las complicaciones de un compromiso que yo no necesitaba ni quería en la adolescencia.  Me disfruté cada fiesta y las bailé todas y jamás estuve ni siquiera cerca de dar un beso en el bachillerato, quizás eso fue ir demasiado lejos en mi virginidad emocional pero también ahora reconozco que entre mis compañeras fui siempre el patito feo.

Tuve a mi primer novio a los 19 años y en realidad lo hice para escapar de otro que me parecía demasiado intenso para la época.  El día que me hizo un camino de rosas amarillas por 12 cuadras escuchando ópera italiana y tratando de guiarme tomándome del brazo mientras se declaraba decidí huir, demasiada miel para mi enjambre y en el otro chico encontré la excusa perfecta para escapar.  Luego entendí que para decir que no una excusa es innecesaria, no es no, pero eso me llevó un tiempo para comprender. No estaba enamorada de él y tuvimos un romance de 20 días, no teníamos nada que ver y el colmo fue el día en que me dijo que yo no necesitaba ir a la universidad porque él me iba a mantener y además ese lugar estaba lleno de comunistas.  Mi primer beso fue espantoso y sacarlo de mi vida le costó una mirada amenazante de mi hermano y un par de golpes de mi amigo el agrónomo aunque lo que en realidad lo espantó fue mi obstinada independencia.  No soportaba que siempre hacía lo que se me daba en gana, y lo sigo haciendo.

Y así comenzó una historia de amar y amores, los más bellos encuentros y las situaciones más hermosas que la vida me ha dado.  Me desquité de todo el tiempo que había esperado y jamás me contuve en asuntos del querer.  Si se trataba de enamorar y enamorarme debía ser como lo demás, con todo. Para entonces fue la única época de mi vida en que dejé de bailar.  Al graduarme del colegio, prácticamente me había graduado también de la academia donde estudiaba ballet.  No con un título pero si alcanzando un nivel de técnica promedio para mi edad y un papel de solista en la clausura de fin de año. Recuerdo el último día de función en el camerino del teatro viéndome al espejo envuelta en un -tutú- y consciente que jamás sería la bailarina clásica y sílfide que la carrera me demandaba y ante aquella imagen y queriendo explorar otras facetas de la danza decidí retirarme.  Al quitarme aquel tutú me quité también la presión de ser quien no era, fue la primera vez que me liberé.

Mis maestros pusieron el grito en el cielo, lo que para mí fue un acto de libertad y rebeldía para ellos fue una decepción. Ahora que soy maestra los entiendo, fueron años de dedicarme su amor y su tiempo para tranquilamente un día dejarlo todo y decir adiós. Pero así es y así pasa también en algunas relaciones.  Desapegarse y dejar ir, es parte del amor. Desapegarse y dejar ser, es parte de la libertad y el amor sólo se puede construir en libertad.

Después de eso intenté bailar folklor y contemporáneo pero comprendí lo que mis maestros con su experiencia intentaron advertirme, el mundo de la danza y el arte puede ser cruel.  El del amor también. De hecho, lo fue.  Después de pasar audiciones y torturas psicológicas, entré a bailar profesionalmente en una compañía de danza y a los cuatro meses nos despidieron a los diez integrantes nuevos, cuestión de presupuesto dijeron.  Era además, el día de mi cumpleaños cuando nos dieron la noticia y a mí, que me encanta el conectar las cosas, me pareció una señal.   Un colega que hasta la fecha es mi amigo y no falta a una sola de mis fiestas, me compró un pastel de triple chocolate y así los diez bailarines ahogamos nuestra decepción en kilos de cacao.  Ese día decidí dejar la danza para siempre, regalé toda mi ropa y zapatos de ballet y me encerré en mi cuarto por dos semanas. El drama siempre ha sido parte de mi vida.

Mi mamá me dejó llorar las dos semanas sin decir nada y consintiéndome cada suspiro hasta que un día, así cómo es ella, llegó con su carácter de volcán en cuerpo de flor a decirme que me dejara de estupideces.  Abrió las cortinas de mi ventana que daban al jardín, me puso un crayón de labios rojo en la mesa de noche, un vaso de limonada, un billete y las llaves del carro.  No dijo más pero le vi la decepción en la cara.  Me pinté la boca, respiré profundo y volví a salir al mundo.   Lo mismo hizo cuando me separé, y lo mismo hace cada vez que llego desvanecida a Guatemala.  Ahora en lugar de limonada tomamos whisky pero el resto es igual.  Mi mamá me ha enseñado a ser mujer y no ha sido pintarme los labios de rojo lo más trascendental de su enseñanza sino la búsqueda de mi libertad aunque a ella le haya costado la propia.  Es por eso que nunca me deja caer, porque con su fuerza siempre me hace entender que no puedo ser presa de nada ni de nadie, mucho menos de mí.

Fueron tres años durante los cuales en lugar de bailar me dediqué a hacer activismo estudiantil y política del amor.  Tuve igual cantidad de novios como de amenazas y decepciones políticas, cambiar el mundo no era tan fácil cómo yo pensaba.  Me enamoré profundo y me enamoré del amor, pero también hice mucho daño. También abandoné proyectos y grupos políticos.  Creer que siempre se podía más y seducir todos los límites fue egoísta y los seduje todos.  Alejé a gente de mi vida por la que ahora daría todo por una sola tarde nuevamente a su lado.  Lastimé sin pensar, sentí sin medir y pensé sin sentir.  Creía que ser libre era desafiarlo todo.  Ser libre ahora es otra búsqueda, tarde, pero lo aprendí.

Recuerdo que en cada una de aquellas borracheras universitarias siempre terminaba llorando.  Jamás mis lágrimas tuvieron una razón de ser a consciencia. Eran lágrimas de cocodrilo, gruesas y pesadas que recorrían mis mejillas cada madrugada de calles y copas mientras sobre la mesa planificábamos las estrategias para hacer la revolución que hasta la fecha seguimos tratando de inventar a control remoto.  Una de esas noches, con uno de esos romances que sí sabía lo que decía al hablar del amor, me dijo que no podía seguir llorando, que esas lágrimas eran más que el resultado de malas borracheras o lunas hormonales.  En mi vida hacía falta algo y él me iba a apoyar a descubrir qué era.

Tenía una particular forma de hacerme preguntas que me desesperaba, siempre he sido parca para las conversaciones y hermética para las emociones.   A mí denme papel y lápiz para escribir, un teatro o un salón de clases, allí me expreso.   Pero esa mañana no estaba dispuesto a dejarme ganar con mi silencio.  Por fin confesé que extrañaba mucho bailar y que no sabía cómo regresar.  Aún recuerdo sus ojos verdes amielados viéndome con ternura, quizás esperaba el desahogo más nefasto y obscuro, algún trauma de niñez o un signo de locura y él logró hacerme ver que era más simple, todo lo que quería era bailar.

Como mis métodos de evasión no funcionaban con él, después de la confesión vino el «y ahora que lo sabes, qué vas a hacer?». Obviamente dije que nada, que no había marcha atrás, si tres años antes dije que dejaba la danza para siempre era porque la sentía perdida para siempre.  Igual he sido con las relaciones. Un -No más- de mí parte siempre es rotundo.  Lo siguiente que pasó fue que me llevó en su carrito azul cargado de instrumentos musicales y letras de canciones, al lugar donde yo había averiguado que estaba mi maestra.  Entré a un edificio antiguo en el centro de la ciudad dispuesta a preguntarle si me podía enseñar a enseñar sin esperar lo que estaba por venir.

Después de un abrazo largo y profundo suspendido en la sorpresa, mi maestra me vio a los ojos y me preguntó porqué estaba allí, cuando le dije supimos que algo más fuerte que nosotras nos había reencontrado.  Ella estaba inaugurando una escuela después de años de presentar su proyecto a distintos gobiernos e instituciones.  Era la escuela de mis sueños, creada para hacer del ballet y la danza algo accesible para todos y todas, sin prejuicios ni daños y con amor.  Yo estaba buscando volver a la danza y ella buscaba maestros.  Fue el más hermoso de los reencuentros y el único amor con el que he regresado en toda mi vida. Me capacitó en un par de semanas y no ha dejado un solo día de ser mi mentora no importa el tiempo y la distancia.  Nos reuníamos por las mañanas para trabajar sin parar y fue entonces cuando la volví a escuchar decir que en su vida había tenido dos grandes amores, -su esposo y la danza-.

Ésta vez la entendí distinto, pero aún no comprendía lo que insistía en repetir.  Lo que sí sé es que gracias a la sensibilidad de mi compañero en aquel momento de saber que en mi vida faltaba algo, gracias a su disciplina de no dejarme evadir hasta enfrentar mis miedos y gracias a la magia de aquel encuentro con mi maestra yo volví con mi más grande amor, el amor a la danza ahora convertido en docencia.

Dar clases se volvió una razón de ser, un salvavidas emocional y una válvula de escape para un camino que ya estaba lo suficientemente obscuro para encontrarle de nuevo luz.  Guiar el camino de aquellas niñas que tuve el regalo de ser testiga y cómplice de su transformación en mujeres, mujeres nuevas, ha sido el encuentro con mi propia libertad.

El día que un dirigente estudiantil sin la menor intención de disparar pero la suficiente bajeza como para poner sobre la mesa una pistola para negociar unas elecciones sólo porque yo era la -única mujer- a quien podía intimidar, después de que meses antes uno de sus compañeros había amenazado con violarme porque «las mujeres bonitas no tenían que meterse en la política», luego de que en campaña electoral hayan sido las propias mujeres las que me dijeran que participar en una asociación de estudiantes integrada sólo por hombres me hacía una puta y harta de tener que esconder mis piernas o subirme más la falda en eterna rebeldía pero -ateniéndome a las consecuencias-, me di cuenta al punto del vómito que no tenía nada que hacer allí.  Paralelamente comencé a dar mis primeras clases y a la primera sonrisa de una alumna, que ahora se convirtió en maestra, también me di cuenta que al menos mí forma de contribuir a este mundo estaba allí, en la docencia.  Me enamoré de la posibilidad de aportar algo a esos lienzos diminutos de 8 años y mostrarles distintos caminos para pintar sus vidas de colores y enseñarles que no había peor mito que el de la bailarina frágil y vulnerable ni peor cadena que la de la mujer sumisa y temerosa.

Eso fue en el 2004. Desde el primer año vi que los resultados de este amor se multiplicaban no sólo en sus pasitos cada vez más seguros y mentes cada día más abiertas a crear, inventar y creer sino en las de su entorno también.  Niñas cuyas familias entraron por primera vez en sus vidas a un teatro porque ellas iban a bailar, niños y niñas que se inscribían para que no los mataran en las calles, vecindarios que encontraron un espacio para proteger a sus hijos de la maldad, niños que aprendieron a respetar el cuerpo de las mujeres, el propio y viceversa y hasta la fecha, tres generaciones de bailarinas y bailarines que hacen de la danza una profesión.

Ese fue mi verdadero encuentro con el amor y las alas de mi libertad y aquella escuela el templo donde nos casamos.  Al tiempo me hice novia de mi mejor amigo y aunque jamás he vuelto a reír y querer así de bonito, seguí inventando rutas y desafiándolo todo, hasta la misma felicidad.  Luego encontré los ojos que me atraparon cada atardecer y aunque nos dijimos adiós a los cinco años todavía lo encuentro siempre en mis tejados a las cinco de la tarde.

Ahora yo también tengo dos grandes amores reconocidos, pero a diferencia de mi maestra, mi matrimonio no funcionó, ni las relaciones anteriores y posiblemente tampoco las futuras.  Cada vez entiendo más que mi amor más honesto es el que le tengo al amor y el otro a la danza.

Se acabó febrero, pero no se acaban las historias de amor, inicia marzo y yo me siento mujer durante todo el calendario.   Todas las lunas llenas vienen con historias que continúan, se inventan, se escriben, se dibujan y se vuelven pedacitos, se repiten aunque jamás quedan igual, se editan, se esperan.  Se publican o se guardan en secreto, se quedan cómplices entre sábanas mojadas o aguaceros pendientes, en esquinas coquetas, en palabras precisas, en tiempos sin prisa o encuentros fugaces, en distancias absurdas o cercanías llenas de ausencias, en ganas pendientes, en esperas eternas, en inventos inocentes y caricias clandestinas.

La danza continúa a su propio ritmo, con ella mantengo la única historia de amor que no va a acabar jamás, porque aunque mi cuerpo ya no pueda hacer lo mismo, aunque jamás haya logrado hacer algunas cosas, cada parte de mi ser siempre está en movimiento. Este amor fluye a través del vuelo de mis ex alumnos, a través de la confianza absoluta de mis nuevas alumnas y de la ternura de vivir para enseñar.  Se transforma y madura conforme a los cambios de mi cuerpo y mi vida, de mis ganas de bailar, de mi ser mujer. Mis pies son mi forma de seducir a la danza y mis piernas el pilar que sostiene ésta relación aunque me suba o me baje la falda, a mi propia discreción.  Mi corazón vivirá eternamente enamorado y agradecido por que ésta sea al mismo tiempo mi amor y mi profesión, mi propia consigna.

Abandoné mi templo por amor al amor y lo pagué con nostalgia, ahora pertenezco a muchos centros y recuperé la precocidad que no tuve en la adolescencia. Lo quiero hacer todo y lo quiero ya. Por eso me reparto en mil lugares y por eso creo en el vuelo continuo.   Ya no le tengo miedo a mi cuerpo, ni a mis sueños, ni miedo al amor.

Lo mejor es que ahora también tengo un amante, llevamos mucho tiempo encontrándonos a escondidas.  Nos encantan las madrugadas y las noches de despecho, disfrutamos mucho también nuestra soledad, nos revolcamos en sábanas blancas que llenamos de tintas húmedas y escandalosas.  Nos vemos sólo cuando se nos da la gana, no nos dejamos llevar por las presiones del qué dirán, hacemos y decimos lo que se nos da la gana, nos entendemos, nos acompañamos, creemos en la libertad y ésa es la más bella forma de amar.

Mi amante es escribir y juntos, con la danza, formamos un trío sin tabúes.

Feliz día de la Mujer, en la construcción que cada una de las mentoras de mi vida defienda y en la ilusión que cada una de mis alumnas tenga.  Hoy nos encontramos todas a tomar un té en nombre de nuestra dignidad y libertad.  Mi propio homenaje a todas las mujeres de mi vida es ser libre basada en sus maravillosos ejemplos.  Por cada una de ustedes brujas y brujitas de mi vida, es que yo he descubierto mi particular forma de amar, ha sido con mis lágrimas y las suyas que he vencido cada uno de los miedos que desafío.   Respetar los procesos de cada mujer en la búsqueda de su propia libertad no tiene tiempo ni aniversarios, tampoco edad ni línea de pensamiento. Es un proceso propio que es diario, es difícil, es constante.   Es asunto de mujeres y de hombres también.

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