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Febrero, cuatro historias de amor: 1. La Casa de la Muñeca

Lo conocí en un bus en el camino de regreso de un viaje de campo de mi primer año de Universidad. Él, hablaba sin parar sobre la Revolución y yo veía por la ventanta pretendiendo ignorar su discurso que me parecía prepotente. En realidad me acuerdo de todo lo que dijo esa mañana. Yo, intervenía con comentarios cortos y románticos sobre un mundo que en esa época estaba convencida que podía cambiar. En realidad él todavía se acuerda de mi escote y de mi indiferencia que también le parecían prepotentes.

Semanas después me invitó a un evento en el interior del país, acepté sin dudarlo y llegó por mí en un carro viejo que nos condujo 4 horas por un camino de paisajes de cuento y silencios hermosos. Llegamos, y el lugar del evento no reunía las condiciones que él esperaba para mí, quería tratarme como princesa y yo quería demostrarle que era viento, siempre peleamos por lo mismo.

Insistí en que nos quedáramos en los cuartos comunales y prometí no quejarme del agua fría, pero él no pudo con eso, le había hecho la promesa a mi madre de cuidarme y alquiló la habitación de un hotel modesto.

La tensión era incontenible. Habíamos pasado una semana durmiendo en el mismo cuarto sin siquiera rozar nuestros cuerpos. Él con sus 31 años estaba más nervioso que yo con mis 19. El excesivo respeto resultó en una atracción fatal que me hizo desearlo cada vez más. Siete días compartiendo la habitación de un hotel con dos camas que nos reclamaban con sus sábanas blancas. Mis piernas de aquella época se paseaban frente a él en toalla, lo suficientemente discreta para no ser obvia y lo suficientemente obvia para atraerlo y él se contenía con absoluta maestría. Más que su mirada, sentía su calor que nos protegía del frío de las montañas, pero nada podía acercarlo a mí y yo en aquella época jamás hubiera dado el primer paso.

Intenté dormir de ambos lados de la cama para invitarlo a sorprenderme por sus besos cuando cayera la noche y entrara la madrugada, pero siempre amanecí con sus ojos puestos en mí a un metro de distancia desde la otra cama. Jamás me han vuelto a ver así. Él me estaba seduciendo con su calma. Siempre supo lo que hacía, un cuentagotas que lentamente iba llenando nuestras nubes de una humedad con amenaza de tormenta.

La paciencia competía contra las ganas y las ganas contra los objetivos del viaje. El camino de regreso por aquella carretera se quedó grabado en mi memoria para siempre. Yo, contando los minutos para llegar a la ciudad y salirme de ese carro cuyo olor me estaba atormentando de impulsos contenidos. Él, sereno e inmenso, me hablaba de la vida, de la Revolución, de la gente, de la montaña y solo hacía una pausa cuando quería que fijara mi atención en alguna canción o paisaje invitando al futuro.

Viajaba con nosotros el deseo disfrazado de conversación intelectual, experiencia y ganas de cambiar el mundo. Si me hubiera tomado entre sus brazos ese día quizás no me enamoro, hubiera saciado mis ganas y explotado por primera vez entre montañas y estampas y empapado el sillón del viejo carro que ya olía a nosotros. Indiferente y disimulado siguió conduciendo hasta llevarme intacta a mi casa, sin rozar ni un pedacito de su piel con la mía y dejarme cada vez con más dudas. Enamorarme después fue inevitable.

Nos volvimos a ver un par de veces. Su sonrisa nerviosa lo ponía en evidencia cuando se mordía el labio inferior cada vez que nos quedábamos callados, pero se mantenía cauteloso y alerta, como un animal a punto de atacar. Yo ya no intentaba coquetearle porque había perdido el control, ya lo amaba y se me salía por los ojos.

Un día nos emborrachamos, era la única forma de escapar de nuestros miedos; su edad, mi edad, su pasado, mi futuro, todo se conjugaba en una fórmula perfecta para el desastre y lo sabíamos. Después de bebernos toda la cerveza del mundo y reflejarnos en la espuma gruesa y abundante de cada sorbo, fuimos a la casa de Raymundo, su hermano, su papa, su amigo, nuestro cómplice. Una casa vieja en el Centro de la ciudad con olor a historia. Un sillón café y el corredor es todo lo que recuerdo. Hasta la fecha desconozco lo que pasó con Raymundo, si estaba allí o no, quizás sí y él guarde como nosotros las imágenes de lo que pasó después.

Sentados cada vez más cerca, el trozo de mi minifalda cada vez más arriba, piernas cruzadas y mis brazos largos marcando territorio. Los suyos, fuertes y morenos, bordeando mis hombros sin tocarlos aun, sus labios cada vez más rojos y tensos y un silencio nervioso a punto de estallar.

Encontré en la sala una muñeca de tamaño mediano que no sé porque estaba allí. Tratando de disimular mi ansiedad la tomé y puse entre mis piernas. Nerviosa, comencé a jugar con ella, primero como una forma de ocupar mis manos para ocultar la tensión y luego como una proyección.

Comencé acariciando sus brazos, lentamente y solo con el borde de mis dedos, continué provocando su abrazo con piel de trapos, le tocaba el pelo en equilibrio perfecto de fuerza y ternura, su pelo entre mis manos hacía obvias mis ganas.

Él nos observaba a ambas, a ella más que a mí, registrando cada movimiento con sus ojos de miel añejados en tristeza y su piel negra a punto de explotar. Comenzó a tocar a la muñeca todavía con un intento de proyectar su ternura pero no quedaba nada más en esa escena, era deseo en su más pura expresión. Fue una explosión intensa, inmediata, incontrolable, prematura, premonitoria.

Temblando de locura y completamente abstraídos del mundo, del sillón resultamos en el corredor y sin separar nuestros labios ni un momento me quito la blusa mientras se acercaba y me cargaba entre sus brazos. 

Toda la tensión acumulada explotó esa noche, seguramente confundiendo a los lobos y los gatos con una noche de luna llena. Estuvimos allí, pegados y en constante movimiento hasta que amaneció y la luz nos separó exhaustos, desnudos y despeinados. No sé qué paso con Raymundo y tampoco volví a ver a la muñeca, pero aquella fue la noche en que escribimos un cuento de hadas contemporáneo. Una historia de amor que hasta la fecha todavía nos hace temblar. 

Han pasado 14 años. Nuestras vidas tomaron rumbos distintos y sin embargo no hemos dejado un solo momento de acompañarnos en el vuelo. Nos queremos, nos esperamos, nos sabemos y nos acordamos con precisión de aquellos días de locura, del viaje y de aquella noche en la Casa de la Muñeca.

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