Vivía a un costado de la Loma Blanca, en los arrabales del barrio santiaguero de Santa Bárbara. A menudo lo veíamos regresar con su carretilla tirada por un caballo y una jauría de perros detrás, que jamás abandonaron el convoy del portugués. Era un hombre muy solitario, de escasas palabras y que jamás se le vio con un acompañante, hombre o mujer, en sus continuos viajes a la ciudad en busca de restos de comida para sus animales. Se distinguía por un constante silbido en sus grandes labios, semejando la sirena de un vapor del Mississippi. Visitaba las fondas cercanas y cargaba en la panadería del barrio con todos los desperdicios, panes viejos, harina contaminada, con todo esto, luego de prepararlo en una gran olla en el patio de su pequeña finca, alimentaba algunos chivos, gallinas, algún puerco, y sobre todo sus huesudos canes.
Quién era el portugués? Se dice que quien mejor lo conocía, o con quien solamente conversaba, era con Adolfo el gallego, dueño de la bodega del barrio. Allí compraba sal, azúcar, café y siempre una penca de bacalao. Algunos comentaban que era tan flaco porque solo comía ese pescado con ciertas verduras que cosechaba alrededor de su viejo rancho. Adolfo contó una vez a aquellos que estaban cerca de la mesa de billar del bar, que el portugués tenía una fortuna en pepitas de oro que rescató del navío español Vizcaya, buque que estaba al mando del Almirante Cervera, cuando fuera hundido por la flota estadounidense en 1898 al salir de la Bahía. El portugués se había enrolado en este barco como marinero y fue uno de los que cuidaba dentro del buque, esta copiosa cantidad de monedas que el gobernador de la villa santiaguera enviaba a España. Fue él uno de los pocos sobrevivientes gracias a su gran habilidad como nadador. Se refugió después de este suceso en una cueva en las playas de Caletón Blanco, y poco a poco fue extrayendo este tesoro. Más tarde se desplazó hasta Santiago de Cuba y reparó aquel rancho grande y viejo, situado en unos terrenos inhóspitos al costado de la Loma Blanca, donde se dice hubo un barracón de esclavos, y cerca del cual en una hondonada, había un pozo abandonado que cuando íbamos a cazar tojosas por esos lares, tirábamos piedras para escuchar el eco que provenía del fondo, que según la leyenda eran las voces de las cientos de víctimas que habían lanzado allí durante la guerra de independencia y la esclavitud.
Un buen día comenzamos a ver a un individuo de un raro talante, que acompañaba en su carretilla al portugués en sus viajes al barrio en busca de sus abastecimientos. Solo Adolfo su gran confidente, dijo después que era un supuesto paisano, medio pariente de nuestro enigmático lusitano, a quien le había dado albergue como un acto de humanidad. Todo transcurrió en paz, hasta que, un día de fin de semana no se vio al portugués, y se dice por alguien que pasó cerca de su rancho, se escuchaban los terribles aullidos de los perros, cosa que dio lugar a la visita de la policía, que después de mucho buscar, encontró el cadáver del portugués en el famoso pozo de los lamentos.
Desde aquel día nuestras cacerías de pájaros se limitaron hasta la cima de la Loma Blanca. Los antiguos perros se tornaron jíbaros y agresivos, y nadie podía acercarse a la casucha del portugués, del cual dicen que en las noches, estos animales cada vez que divisan su fantasma, aúllan reclamando su presencia con un sonido sin igual al de la corneta de un barco, muchos hoy dicen que el Vizcaya, tal como su dueño a menudo silbaba.
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