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El exilio de la palabra

Cuando las palabras dejan de ser la palabra, resta poco o nada que decir a la civilización. Apenas podemos confiar en el silencio. La cuestión planteada por Adorno sobre si después de Auschwitz podemos o no hacer poesía es trivial hoy. Es tan evidente que luego de la Shoá se ha escrito poesía como que los hornos crematorios mudaron sus métodos de exterminio a otras formas más escandalosas y toleradas. No solo se ha escrito poesía luego de Auschwitz. También se ha exiliado la palabra de casi toda posibilidad de salvarnos.

A propósito de Auschwitz, cuando se escucha la expresión Día Internacional de Conmemoración en Memoria de las Víctimas del Holocausto, uno creería estar ante una expresión de vertical dignidad, pero no. La fecha esconde tras bastidores sus matices ideológicos, y para mí la ideología no es más que una narcosis semiótica en que las palabras se traicionan a sí mismas. No creo que los polacos estén muy agradecidos de que luego de aquel 27 de enero de 1945 los muros de Auschwitz se hubieran extendido por 44 años a toda Polonia.

¿Por qué no se escogió el 7 de octubre de 1944? Aquel día unos 400 judíos de la Resistencia, confabulados con los Sonderkommandos de Auschwitz (comandos especiales que trabajaban en las cámaras de gas y en los crematorios), volaron el Crematorio IV y protagonizaron la mayor revuelta del campo. De ellos la mitad pereció en el combate y la otra mitad fue ejecutada, incluidas las cuatro empleadas de la fábrica que facilitaron la pólvora. Lo cierto es que sobraban fechas con menos sarampión ideológico.

Quedan pocos territorios a salvo del exilio, y ninguno de ellos lo está completamente. Ni siquiera podemos decir que la poesía esté a salvo. Sobran los adláteres del verbo prosternado ante dictadores y nefastos de todo linaje. Todos se afanan por terminar sus plurales con $. Todos se afanan por gritar fiat tenebrae, hágase la oscuridad. Son los sacerdotes de un culto cuya liturgia no es otra que disfrazar la iniquidad de virtud.

La palabra es en sí misma esperanza, incluso cuando es ininteligible. Tras cualquier devastador sismo se pide silencio en las adyacencias de los derrumbes. Se espera con ansia escuchar la voz de la vida sepultada bajo los escombros. Lo mismo sucede a la madre que da a luz y aguarda por el primer llanto. Alguien me replicará: ¡Pero eso no es palabra! Y yo diré, ¿acaso no se entienden madre e hijo? ¿Acaso el rescatista que escucha un gemido en las catacumbas del desastre no descifra el llamado de aquella voz incomprensible en apariencia?

Necesitamos este sentido prístino de la palabra. Necesitamos dejar de manosearla con tan turbias ambiciones. Necesitamos devolver la palabra a su dignidad natural. Ciertamente todo signo significa algo para alguien. Este es el fundamento de los estudios semióticos, pero no podemos pretender que el signo signifique algo para todos. Esta es la pretensión de quienes desean imponer el signo totalitario. La belleza de la palabra radica en que solo ocurre una vez. El verso «vendrá la muerte y tendrá tus ojos» jamás significará para nadie más lo que fue para Pavese.

Toda palabra es un ejercicio de individuación que paradójicamente se completa en el Otro. No tiene sentido sin la perspectiva del yo y sin el Otro en perspectiva. Y esta conexión es única, irrepetible. No hay modo de leer dos veces del mismo modo Crimen y castigo de Dostoyeski. En cada lectura hay un texto diferente, porque hay dos interlocutores también distintos. Esta es la belleza de la palabra cuando es soberana en su dignidad. Pero cuando se la exila de esta, las palabras significarán siempre lo mismo. El desiderátum de los totalitarios es la inmutabilidad del ser, petrificado en la pobreza semiótica del pensamiento único.

Cuando a la palabra se la ha convertido en estatua de sal, aún queda el recurso de Zalmen Gradowski, aquel Sonderkommando de Auschwitz que formó parte de la Resistencia. Gradowski sepultó su diario atrás del Crematorio III. Diríamos que sembró su verbo. Y este germinó el 5 de marzo de 1945 cuando fue desenterrado el manuscrito. El testimonio de Zalmen no solo sirvió para ponerle palabras a un horror disimulado por los nazis. Sirvió también para que Primo Levi enmendara la leyenda negra sobre los Sonderkommandos, que en 1945 había ayudado a iniciar.

La palabra sembrada es invencible, aun más cuando se la planta en y desde el corazón. La palabra sembrada, tarde o temprano, será semillero de la razón y la dignidad. Contra quienes mitifican el horror con máscara de beatería y escriben el nombre de la muerte con letras de nuestro nombre, siempre habrá una palabra-semilla oculta en algún lugar del mundo, aunque sea atrás del mismo horror que intentaron perpetrar.

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