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Manuel Adrián López

Evitar el regreso

Por cualquier lado que se le mire, Luvina es un lugar muy triste.

–Juan Rulfo

 

Imposible no recordar. Uno se sienta delante del ordenador y proclama: “Hoy voy a escribir sobre Elise Cowen”. Una avalancha de recuerdos se te viene encima y de reojo miras a la tele y observas una película que tu cómplice ha encontrado en un canal nuevo, de esos que dicen te regalan, cuando en realidad te están cobrando una fortuna. Lo peor de la dichosa película, que además es malísima, narra una verdad que conoces demasiado y es evidente no la tienes resuelta. Ves los barcos, mujeres y hombres colgados de las velas, del aire, y oyes los gritos; todo en blanco y negro. Desechas momentáneamente a la Cowen, aunque sabes de sobra que no es un asunto para dejar a un lado. Esas voces que le susurraban al oído hay que atenderlas. Le pides una tregua y le prometes que volverás a la calle Bennett y rescatarás su historia. Ahora solo tienes cabeza para lidiar con esas imágenes que la película te ha obligado a desempolvar.

Mis padres tenían treinta y dos años, es más recuerdo que mi madre cumplió los treinta y tres en aquel campamento al que nos llevaron y donde nos agruparon por el nombre del barco que nos habían asignado. Nunca celebró ese cumpleaños y yo he olvidado por completo el nombre del barco. También he olvidado los olores; el de orine y vomito que nos cubría de pies a cabeza durante las trece horas que duró el viaje hasta Cayo Hueso.

Todo empezó en aquel resort frente al mar, en una casa de campaña que compartíamos con amigos que habían llegado antes que nosotros y que habían situado estratégicamente en la arena. Nos bañábamos en el mar, caribeños hasta la médula. Repartían unas cajitas de color papel cartucho que traían una bola dura de arroz blanco y yogurt. De vez en cuando venían acompañadas de un pedazo solitario de SPAM, o será que me lo inventé. Ya tampoco recuerdo el menú de aquel lugar donde estuvimos retenidos antes de ser trasladados al campamento de El Mosquito.

Lo que si recuerdo es el calor, los gritos de los hombres y los ojos de rabia de los perros que venían de la mano de los militares. Verlos lanzarse a las piernas de aquellos hombres creyendo que eran la cena esperada permanece fresco en mi memoria. Pobres perros hambrientos. El piso resbaladizo de los baños, la pestilencia que emanaban y yo resbalándome, abriéndome como si fuera bailarina de ballet para justo caer en la misma rodilla que semanas antes me había herido intentando jugar pelota, intentando ser el niño que todos querían que yo fuera.

Llevo cuarenta y tantos años varado en un carrusel de pueblo, dando vuelta sin parar, esquivando ser esto, esquivando ser lo otro, huyendo, callando a veces y siempre hambriento de conocimientos. Por etapas he sido más americano que Benjamin Franklin y otras, tan cubano como nuestro himno nacional, La Bayamesa. Incluso he intentado el medio, el gris, estar y no estar. En esta nueva aventura, en mi locura de cambiar de patio a cuatro años de cumplir los cincuenta, tengo días que evito recordar y otros que ni reconozco mi reflejo en el color plata de los trenes. Luchar un asiento en el tren, lograr la ventanilla para ir leyendo apretado contra la pared; estas son mis nuevas conquistas.        

Al llegar separaron los hombres de las mujeres y los niños. Los tres de la mano de mi madre bajamos de aquel barco en un pánico. No entendíamos porque había que dejar atrás a nuestro padre. Él nos miraba con unos ojos que no eran los del hombre capaz, valiente que siempre ha sido. Su mirada destilaba miedo. De este lado también habían militares, sonreían y en un español a veces cómico decían: “No se peleen que aquí hay chicharos para todo el mundo.” Mi padre logró alcanzarnos en la cola que hacíamos para ser procesados para entrar al país, dizque “mejor del mundo”, pero a esas conclusiones llegaríamos mucho tiempo después. Recuerdo el primer encuentro con una manzana y una Coca Cola, rojos colores desconocidos para un pueblo, supuestos símbolos del enemigo. Ahora ese mismo enemigo regresa para reconquistar la isla y todos debemos ser por lo menos, amnésicos.

Y sí, buscaré una alternativa para no desviarme de lo que quiero escribir. Intentaré cubrirme los ojos, hacerme el sordo, evitar la risa cuando veo los vestidos rojos de fiesta en eventos literarios, o el viejo enclosetado mal usando la poesía para engatusar a jovencitos. Rescataré a Elise Cowen aunque sea en cuento. La llevaré por mis calles preferidas y juntos leeremos sus poemas desde el banco que a diario intento robarle al vagabundo, dueño de la manta azul de estrellas. A toda costa me prohibiré echar atrás esta maquinaria defectuosa que cargo. No volveré a caer en manos de bodegueros que dicen ser directores de revistas, directores de editoriales, directores de circo, directores… Quiero lanzarme del carrusel, leer a poetas desconocidos, comer lox a todas horas y consumir té de Oolong en grandes cantidades para evitar el regreso, para evitar cualquier regreso al carrusel de pueblo que sonriente me aguarda.


Photo Credits: Sam Catanzaro

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