A)
De los aparadores, nuestros favoritos siempre han sido los de las tiendas de zapatos. Y no es que nos sentemos a hablarlo, ¿oye, verdad que los aparadores de las tiendas de zapatos son nuestros favoritos?, nada de eso, nunca lo hemos acordado en voz alta: simplemente lo sabemos.
Esto tiene que ver directamente con esa explosión suspendida que forman al unísono cada uno de sus ejemplares; también con la forma en la que los arquitectos de mitad de siglo pensaron la calidad piso-a-techo de sus cristales, tal vez influenciados por sus viajes a Europa o Nueva York.
En la ciudad quedan contadísimos aparadores de zapatos decentes, que representen explosiones suspendidas decentes, que simulen que el tiempo está detenido en una implosión de tacones, choclos y huaraches, decentemente.
Y fue que, saliendo en busca de ellos, acabamos haciendo un homenaje a todos los demás aparadores que no sabíamos que nos encantaban, y a las tiendas de telas en cuyos pasillos resopla aún el zumbido del pasado.
B)
Montar un aparador no debe ser poca cosa, debe ser lo más parecido a hacer arte. ¿Saben quién se dedicaba a ello?, el papá de Nacho López. Era un diseñador de aparadores itinerante. Los dueños de las tiendas de todo México le llamaban porque nadie lo hacía mejor que él. Fue así como Nacho López y su hermano viajaron por todo México viendo cómo su padre jugaba a hacer explosiones suspendidas de jabones Palmolive, pasta Colgate y pantaletas para mujer.
No es coincidencia que Nacho López terminara siendo uno de lo grandes fotógrafos mexicanos, ni que su hermano, Tito, terminara siendo uno de los grandes diseñadores y dibujantes del país: crecer viendo a su padre congelar el tiempo simétricamente a través de un cristal de piso a techo, debió haber sido el detonante del universo que vendría.
C)
Entonces fue así:
Salimos buscando aparadores de zapatos, big bangs pausados, pero terminamos encontrando aparadores de telas, trajes a la medida, maniquíes eternos y pantaletas. No sólo eso: terminamos colándonos a una de las tiendas de telas más grande que nuestros ojos han visto, y que está en lo que un día fue el vestíbulo y sala del Cine Coliseo, un monstruo art-déco que sigue merodeando las conciencias.
La mujer policía que custodia ese monstruo, y cuyo trabajo consiste en revisar las notas de los clientes para revisar que no se lleven ni un metro más de lo que han pagado, nos preguntó que porqué entrábamos a la tienda con cámaras, porque somos turistas, mentimos. Con cara de desconfianza nos apuntó a la frente con su termómetro taiwanés, y con todo y nuestra temperatura inverosímil e insana (32.4), nos dejó pasar.
Pero algo en su interior le dijo que estábamos mintiendo (seguro que ya nos había visto pasar alguna vez frente al Cine Coliseo) y entonces, sin que nos diéramos cuenta, nos empezó a seguir.
Cuando María sacó su Leica para dar el primer disparo, escuchamos una voz dramática salir de uno de los islotes de telas, ¡está prohibido!
Fue así como la persecución empezó: éramos dos fotógrafos en contra del tiempo, el art-déco y una mujer policía que creía fervientemente que tomar fotos de una tienda de telas era el crimen del siglo.
No sé como, pero salimos de ahí. Superamos las miradas juzgonas de las dependientas, y el juicio improvisado de la mujer policía.
Cuando revelamos las fotos de lo que recordábamos era una tienda de telas gigante y vacía, nuestra sorpresa fue que en realidad sus rollos de tela (algunos de los cuales llevará a lo poco 20 años en la misma posición) parecían fantasmas.
La policía, entonces, no cuida la tienda de telas: la policía cuida fantasmas.
D)
Debe ser un arte hacer aparadores, pero es todavía un arte mayor convertir un cine art-déco en una tienda de telas.