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pablo inigo arguelles
Photo by: Christof Timmermann ©

Podríamos hacer un mapa de Nueva York basado en todo lo que se ha escrito para ella. En ella. No sería una tarea fácil, por supuesto: se parecería bastante a intentar apresar un montón de mariposas que revolotean en un bosque cuyos límites aún no conocemos.

Imaginen por un segundo analizar cada canción, cada verso escrito, cada nota al pie (desde los obvios Owen, Dylan, pasando por el irrefutable Lorca, hasta los más improbables, como Rufino Tamayo, quienes escondieron la ciudad bajo escombros de escombros, terminando por los poetas de barrio aún sin registrar), llegar hasta el fondo de las situaciones y afrontar sus consecuencias, tocar el fondo de los océanos personales de los que han creado alguna vez.

Pero claro, una empresa de esa magnitud está sujeta irremediablemente a la subjetividad de la palabra misma: si no es porque Paul Simon lo dijo alguna vez en una entrevista, jamás sabríamos que en su canción Graceland, cuando cantó “there’s a girl in New York City, who calls herself the human trampoline”, se estaba refiriendo, en algún sentido recóndito de su propio imaginario, al Museo de Historia Natural y a la forma en la que sus columnas jónicas se aprecian para quien camina al otro lado de Central Park West, por ejemplo.

Compilar cosas como lo anterior sería comprender la configuración misma del universo y los misterios del tiempo. Necesitaríamos, para ese efecto, un manual para leer las entre líneas de las entre líneas, pero eso despojaría a la experiencia de su objetivo primordial y otra vez volveríamos a nuestras aburridas vidas de escritorio.

Paradojas.

 


 

Quien es capaz de amar una ciudad, es alguien con una tendencia a las conductas obsesivas. No puedes apropiarte de una calle, no puedes hacer tuyo un lugar, si antes no hubo una necesidad inexplicable de acumularlo todo, lo que fuera: nombres, hojas secas, números, ladrillos, pavimento, etcétera.

Hacer un mapa es tarea de un loco, de un obseso, de un ratón de archiveros, y si no, díganselo a quienes se han matado dibujando cada vaso capilar de nuestro cuerpo, o a los encargados de mapear nuestra galaxia. En mis sueños más épicos, mi trabajo soñado es catalogar las ventanas de la ciudad a partir de sus características mundanas: largo, ancho, si se abre o no se abre, y si se abre, cuánto se abre; tipo de cerradura, año de instalación, quién la limpia (nacionalidad, edad, etcétera.)

Ahora, viendo cómo suena la idea ya puesta sobre esta hoja de papel, mi sueño inútil de ser inspector vitalicio de ventanas de la Ciudad de Nueva York y sus cinco distritos, (algo así como un Robert Moses de las ventanas), resultaría más práctico que rastrear los versos e intentar hacer un mapa con ellos.

A lo largo de los años la ciudad ha sido objeto de estudio para gente que ha logrado contener dentro de libros, mapas e índices, los pedazos desperdigados de la cultura pop, la arquitectura, las librerías de viejo y sí, las ventanas también. Lo que Bob Egan empezó a hacer con las portadas de los álbumes más icónicos, eso de ir rastreando en dónde demonios Lou Reed había tirado, en 1967, la colilla de su cigarro –por decir algo– ha tenido tanto éxito que ahora es un libro, cuyo contenido es un manjar para los locos.

O ahí está, lo que el ilustrador mexicano José Guizar ha hecho desde que puso un pie en la ciudad, eso de ir ilustrando cada una de las ventanas que se encontraba y colgarlas en su blog Windows of New York, es prueba de que esta urbe en cuestión –y en realidad cualquier ciudad del mundo– es capaz de convertirnos en uno de esos maniáticos de los que hablamos mal con los amigos en una tarde de café.

La semana pasada Leonard Cohen hubiera cumplido 86 años, y por alguna razón algorítmica me encontré de nuevo con la entrevista que concedió a David Remnick, la última de su vida, y que fue publicada en The New Yorker a manera de podcast.

Usualmente uno puede decir que un libro le ha marcado, o una película. Pero casi nunca (o nunca, más bien) una entrevista. Y esa entrevista, a mí, me ha dejado marcado para siempre.

No sólo es la forma en la que Cohen se escucha al natural, ofreciendo a su entrevistador unas rebanadas de queso y aceitunas, o pidiendo su aparato del oído porque “I cant’ hear a fuck”, sino porque pocas veces somos testigos de la postrimería de un poeta que espera, paciente, el final de su vida.

En algún punto de la conversación, después de contar la vez en que se autoprescribió tres botellas de Chateau Latour para combatir la agorafobia, cuando Remnick le pregunta sobre la voz de Dios, Cohen se desenvuelve intentando explicar un pensamiento cabalístico, del cual me permito intentar una paráfrasis:

“En el mundo hay piezas, por todas partes, de lo que una vez fue una unidad armoniosa: el rostro de Dios. La tarea del hombre, su fuerza misma, es ir buscando esos pedazos, reparar el rostro”.

Entonces estamos conducidos inevitablemente a la obsesión. “Recuperar los pedazos de dios”, del nuestro, del tuyo y del mío, del dios muerto del que habla el Times, del dios vivo de los templos, o del que bebe un slurpee adentro de un 7-Eleven al lado de la carretera. Da igual: ir recuperando los pedazos de algo que no conocemos.

De eso se trata.

Y si suplantamos palabras en una idea tan sencilla, la tarea del poeta, del músico, del fotógrafo, del arquitecto, del cartógrafo, es esa: ir recolectando los pedazos.

Coleccionar esquirlas.

Ir por la ciudad un domingo por la mañana, observando las raíces de los árboles, queriendo saber quién estuvo parado aquí mismo hace 100 años, justo en donde estamos tirando la colilla de este cigarro; se trata de ir diciéndonos, en silencio, que tras estas paredes de este edificio de la calle 52, en donde ahora hay un Duane Reade, Cohen grabó Suzanne una mañana lluviosa de 1967, y que ese repartidor de volantes que ahora mismo camina frente a sus puertas, no lo sabe y tal vez nunca lo sabrá, como nosotros nunca sabremos lo que él, mientras nos mira, está pensando de nosotros.

La ciudad es de los obsesivos, su tarea, entonces, es una sin remedio: ir por ahí recolectando rayos de sol –o versos, o gotas, o ventanas–, intentar cumplir esa encomienda hasta el final, sabiéndose desde un principio fracasados.


Photo by: Christof Timmermann ©

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