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Luis Enrique Castro Vilches

¿Por qué escribes? [Crónica de un (des)bloqueo creativo]

La primera vez que te lo preguntaron, llevabas ya algunos años componiendo narraciones a ciegas. Jamás te habías detenido a pensar en una razón, o la posibilidad de necesitar una razón, para saciar las pulsiones textuales. Inventar historias y transformarlas en palabras era y ha sido más que una afición o entretenimiento: una urgencia vital que, si bien no es tan básica como respirar o comer, sí que puede equipararse con la necesidad de fortalecer el espíritu por medio de la oración.

Siempre lo has pensado: un día no es un día completo sin haber leído algún texto literario y sin haber arrojado un par de líneas al papel. Lo dices casi con la misma devoción de quien no se puede ir a la cama sin haber proferido sus rezos. Te alivia enterarte de que eso que puede ser tomado por una obsesión propia, ha sido experimentado y explicado por voces ajenas. Voces que admiras y tienes cerca de ti, con sus aforismos en la cabecera.

Hace algún tiempo, por ejemplo, leíste en las epígrafes que Rodrigo Fresán hizo dialogar en su colección de cuentos, La velocidad de las cosas, que contamos historias para asegurarnos de que estamos vivos, y que contamos historias y oímos historias porque vivimos dentro de historias; que la vida no existe por sí misma, pues si no se cuenta, esa vida es apenas algo que transcurre, y que al final, lo único que queda de nosotros son las historias.1 Encontraste en estas palabras (y también en el libro entero) una suerte de respaldo a tus aspiraciones más vehementes. A la vocación que todavía no sabes de dónde surgió con exactitud.

«¿Pero qué es lo que lleva a alguien a sentarse a escribir pudiendo hacer tantas otras cosas mucho más gratificantes a corto o mediano plazo?», se pregunta Rodrigo Fresán en los «Apuntes sobre la vocación literaria» y reconoces que tal cuestión se asemeja a las más fundamentales dudas existenciales.

La pregunta resonó para ti cuando te formabas como escritor en las aulas de la Universitat Pompeu Fabra. El ejercicio propuesto, como parte de la inducción al curso, consistía en colocarse frente a un compañero (entonces un total desconocido) y confesar los motivos para estar allí, «persiguiendo el sueño de ser escritor». Había que responder a la pregunta «por qué escribes» durante un minuto, sin parar, y repetir la operación otras dos veces. En la primera ocasión, parecía tarea sencilla; las confesiones te manaban y fluían como agua que se fuga o quiere fugarse de un grifo bien cerrado. Pero desde que comenzó el segundo minuto, ya tuviste que extender las ideas en delgados hilos de algodón para alcanzar la meta como quien termina una competencia a rastras. El tercer minuto fue de silencios incómodos, redundancias, balbuceos y puntos suspensivos. En ese momento caíste en la cuenta, por primera vez, de que de todas las dudas que eres incapaz de resolver, esta era una de las más imperantes. Tu conclusión, tu catastrófica, o más bien catastrofista conclusión, fue que todo aquello que habías expresado y que podrías expresar a través de las letras, carecía de sentido alguno.

Ahora piensas con mayor nitidez. Creo. El tiempo y la distancia, como sólo el tiempo y la distancia pueden hacerlo, te han ayudado a encontrar muchas más razones y argumentos para responder a la pregunta sin vacilación. No se trata, por supuesto, de urdir montones de citas y referencias de autoridad académica, aunque ayude. De lo que se trata, puestos a entender la escritura como una forma de creación artística, es de hallar los trazos y retazos de los que se compone una poética personal. Una osadía que sólo puede conquistarse dejando que la emoción, el artificio y la creatividad se expresen desde la más profunda honestidad.

Reconoces el hambre de escribir. Pero reconoces, a la vez, que no siempre tienes algo que decir, y a veces el silencio se prolonga más de lo normal, o más de lo aceptable, como ahora que la creatividad se te ha resquebrajado en los suelos de un sórdido páramo. Ante una crisis inminente, como ésta, sabes que ayuda recurrir a la pausa y la reflexión para volver al origen del viaje.

Lo has hecho. Te has recluido para reflexionar. Pero en medio del aislamiento, te has dado cuenta de que tu vida es todavía una vida demasiado común para ser contada. Bajo la tiranía del horario de oficina, el azote del reloj checador y la consciencia, siempre tortuosa, de que hay muchas aspiraciones y sueños escurriéndose allá afuera, donde ocurren las cosas del mundo, casi puedes apropiarte de las palabras de Kafka cuando, lejos de la prolijidad de su ficción, confesó a sus diarios la incapacidad de mantener el equilibrio entre sus labores como parte del sistema productivo y las urgencias propias de su verdadera función en la existencia.

Esta condición, aunque parezca descabellado, no es del todo desalentadora. Hay en ella la posibilidad de convertirse en un punto de partida. Uno que nace de responder a las cuestiones del por qué escribir. Por qué insistir en esto. Por qué seguir en este círculo vicioso de cuya asfixia se emerge sólo aprendiendo a respirar de su propio líquido amniótico.

Y la respuesta parece haberse gestado, desde siempre, en esas historias que se han inoculado en el ADN de tu vocación. Aquellas que te abdujeron, desde sus naves extraterrestres, para hacerte creer que la realidad no supera la ficción, sino que a veces ocurre tan extraordinaria e inabarcable como sólo ella, para que lunáticos como nosotros podamos imaginar más allá de sus fronteras.

Habría que volver a esas viejas historias que te abrieron las puertas hacia este camino. Volver a verlas como se mira por primera vez al primer amor de la infancia. Sentir la cosquilla de su beso primerizo. Volver a ellas, como se vuelve a la Madre Patria luego de un largo viaje. Volver y mirarlas con la mirada del extranjero, descubrirlas como siempre fueron, antes de volverse tan normales a los ojos acostumbrados a sus luces y a sus sombras. Recorrer sus calles, explorar sus rincones, excavar en sus ruinas y encontrar el tesoro que se había escondido a tu vieja lectura neófita. Reencontrarse con ellas es lo más semejante a encontrarse, nueva y verdaderamente, con uno mismo. Y en este rincón, entre la espada y la pared de tu vocación y sus renglones torcidos, o se resuelve el acertijo o se acepta, de una vez y para siempre, la mayor de las condenas. ¿Por qué escribes? Responde ahora. Responde o muere. Responde o calla para siempre.

¿Recuerdas los relatos que te formaron, las series de televisión, y los videojuegos, y las novelas en las que te puedes ver reflejado? Hay una constante en ellas: ninguna, por más real o más fantástica que parezca, se conforma con la realidad conocida. ¿Puedes verlo? Todas proponen una urgencia de cambio, una llamada a la acción. Siempre ha estado allí (¿verdad que lo habías visto?) y hace mucho tiempo que tomaste la píldora roja que te abre los sentidos. ¿No será tu bloqueo un especie de olvido despiadado?

Ahora mírate. Mira lo que ha quedado de ti. Dedícate una mirada excavadora en lo más profundo de tus pupilas desveladas. ¿Recuerdas que alguna vez te propusiste cuestionar todo aquello que se muestra como verdad absoluta? Mira lo que has hecho hasta la fecha, la respuesta está allí, en eso que opera en tu parálisis creativo con su efecto de desfibrilación. ¿Recuerdas que prometiste ser una voz de inconformes, descarnados y desenfrenados pregones? Mira cómo tiemblan tus puños ante la degradación del presente. ¿Por quién escribes estos rezos? Ya no eres un niño para dormir en prolongados sueños plácidos. Tu tiempo se cuenta en dosis pequeñitas. ¿Por qué memorias te arrojas a vivir la vida del mundo? ¿Con qué historias piensas transformarlo? ¿Por qué causas y por qué cauces piensas escribir?


1 Las citas corresponden a Joan Didon, Philip Roth, Enrique Vila-Matas y Salman Rushide, respectivamente.

2 La frase pertenece a Kafka, en primera persona.


Photo Credits: simpleinsomnia

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