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Michele Castelli
Michele Castelli

El Escenógrafo (Parte I)

El Cavaliere cumplió con su palabra – exulta don Tommaso agitando entre los dedos la hoja que exime a Salvatore de servir en el ejército. – Vamos, mujer, prepara la maleta porque el barco zarpa mañana en horas de la noche y no podemos perder la conexión del tren que de Messina va directo a Nápoles.

La familia Silvestrini no padece los estragos de la guerra, antes por lo contrario se beneficia de ella. Es propietaria del único trapiche de la zona y despacha aceite a poderosos círculos de los cuales nadie se atreve a averiguar sus cuentas. Lo hace con discreción, sin embargo. Es que a pesar de semejante clientela de calibre pesado, nunca le niega el indispensable producto ni a las personas comunes que pagan con las gotas de sudor, ni tampoco al mendigo pordiosero que igualmente abunda en Sicilia como en cualquier otra parte de la Italia destruida. Gente de prestigio, pues, relacionada con políticos como el Cavaliere, pero también con el vulgo, al que se respeta, porque de allí vienen las raíces y está prohibido olvidar.

Salvatore es el segundo de una manada de hijos quien se conquista en su pequeña aldea, y en otras de los alrededores, la fama de guapetón sin bridas, de potrillo licencioso que sólo vuelve al regazo de la yegua cuando escasea el pasto en las praderas donde corretea con varios pariguales en busca de aventuras. Inteligente, astuto como el zorro, a malas penas, no obstante, culmina las primarias rechazando con vehemencia el deseo del padre de que continúe sus estudios en un liceo.

– Prefiero que me mandes a la cantera donde se pican las piedras con mandarrias – solía repetir con lágrimas en los ojos – antes de que me encierres en un colegio fuera de mi pueblo. Lo único que me gusta es el dibujo, y tú me has repetido tantas veces que con ese oficio el hambre no se aplaca.

Sin embargo, pocos meses antes de cumplir la mayoría de edad, Salvatore comienza a preocuparse. Le han dicho sus amigos que es dura la vida en el ejército al que por dos años consecutivos están obligados a servirle los jóvenes de Italia. Le ruega al padre, entonces, que haga lo posible para evitarle ese disgusto. Que ponga a prueba a aquellos poderosos que dicen ser amigos sin reservas cuando van al trapiche para llenar de aceite los pipotes, que luego revenden a precios recargados.

– Por favor, padre, libérame de esta pesadilla – le dice. – Haré lo que tú quieras. Cambiaré mi vida por completo. Te aseguro no más loqueras, no más falsas promesas, no más faldas alegres, ni juegos de azares en las cantinas.

– De acuerdo – le contesta el padre complaciente. – Hablaré con el Cavaliere, amigo del Ministro, pero con la condición de que te vayas de este pueblo, que te marches de este país convulsionado que ahora sólo propicia el ocio. Me he informado que el clima de Venezuela es parecido al nuestro de Sicilia. Irás allá a probar fortuna como lo han hecho, con éxito total, otras personas con menos cualidades que las tuyas.

Se marcha el joven. Con su maleta colmada de tristezas pero también con un conspicuo fajo de billetes, tantos cuantos hubo que entregarle de contado al respetado amigo del Ministro, condecorado meses antes “por sus preclaras virtudes ciudadanas”…

En el barco Salvatore viaja en primera clase, y allí conoce a varios empresarios invitados por el gobierno del país amigo para explorar nuevas oportunidades de inversiones. Si la discusión vierte sobre negocios, o cosas parecidas, el joven siciliano se limita a escuchar pues para él es abstruso aquel lenguaje de cifras e indagaciones de mercados. Sin embargo, se sienta con confianza en la mesa cuando falta un cuarto para el partido de tute, o de brisca, o inclusive de póquer, que es un juego mucho más atrevido. Pero, ¡ay de él! No se percata de que aquello es diferente al pasatiempo entre amigos en la cafetería del pueblo, donde se iba a matar el tedio de las largas tardes del otoño siciliano. Acá se apuesta dinero a manos llenas, y en un santiamén lo dejan limpio como a un emigrante de tercera clase. Logra, al menos, conservar los escasos sencillos que le quedan en un pantalón sucio tirado en la cabina, y al cambiarlos le dan por ellos diez monedas de un bolívar cada una, ignorando Salvatore si su valor es mucho o poco.

Cuando desembarca, las evidencias le responden la terrible duda: dos bolívares le cuesta el pasaje desde el puerto hasta la estación de buses en la Plaza Capuchinos de Caracas; con otros tres, en una pensión, le alquilan un cuartucho con almuerzo y cena, y así queda garantizada la supervivencia también para el día siguiente.

– Más tarde – piensa – se verá qué hacer, qué sale de esta aventura insólita, de esta ficción, de este sueño del que más vale despertar a tiempo antes de que la realidad lo agarre a uno de sorpresa.

Sale, en fin, por recomendación del dueño del albergue, a subastar la fuerza de sus brazos en la plaza famosa de las lágrimas. Nota decenas de rostros apesadumbrados, alineados a lo largo del murito que delimita el artístico recinto de metal, esperando por el “amo” que vendrá a verle la boca a los caballos para contratarle el lomo. Él no sabe que está prohibido pasar delante de la estatua de Bolívar con las manos en los bolsillos, o en mangas de camisa. Por eso se le acerca un policía.

– Epa, tú. ¡Fuera de allí! – le grita agitándole muy cerca de su rostro el rolo de goma comprimida. Enséñame tu cédula, o el pasaporte si eres un recién llegado.

Ni una cosa ni la otra lleva consigo Salvatore. Así, sin mediar palabras, y sin que nadie acudiera para evitar que lo esposaran como a un delincuente pillado en flagrante por un delito horrendo, el policía lo conduce a la jefatura cercana encerrándolo en un estrecho, pestilente calabozo, junto con una veintena de encarcelados: borrachos unos, malandrines otros, desquiciados varios, barbudos andrajosos el resto. A medida que entran nuevos van sacando, según el orden de llegada, a aquellos que están adentro. A Salvatore le toca su turno al día siguiente. No sabe a ciencias ciertas qué hora es porque cuando se palpa el pulso nota que el reloj ha desaparecido, como también el brazalete de oro que le había regalado la abuela el día de su partida.

– Deben ser las siete y media u ocho – piensa, sin poder evitar una mueca de asco por el olor a orines y otras porquerías que se les han incrustado encima como una pega de pescado imposible de raspar.

Aun así, sucio y repugnante, en vez de volver al albergue que queda a pocas cuadras del cuartel, decide marcharse directo al Consulado para pedir la inmediata repatriación, pues no quiere quedarse un minuto más en este país extraño.


Photo Credits: Olivier Rohas

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