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Fabian Soberon

Ernestina

Hace unos años trabajé como músico terapeuta en un sanatorio psiquiátrico. Llevaba instrumentos viejos en un bolso enorme: una guitarra de juguete con las cuerdas flojas, una caja con herramientas, unos toc toc, una pandereta, una flauta flaca y unos tambores desinflados. Había una paciente que se llamaba Ernestina. Era una mujer mayor, muy delgada, que siempre llevaba una pollera floreada y unos zapatos negros de punta. A veces me esperaba en la puerta y no me dejaba entrar. Se acercaba y empezaba a hablar como si quisiera hablar conmigo. Pero hablaba sola. Hablaba de sí misma pero en tercera persona. Me hablaba de Ernestina.

Ernestina tiene sueño hoy, decía, y movía los brazos como un pájaro tímido y suelto.

Otras veces caminaba sola, sin rumbo, y se perdía en los pasillos angostos del sanatorio. En una ocasión repitió el sendero treinta veces. Gastó las baldosas grises de la vereda. Era hermosa y tierna, Ernestina: tenía una cara dura y triste, que no cambiaba, como si su rostro se hubiera quedado fijo en la última emoción consciente. Tenía una voz aguda, como de pito, y desafinaba cada vez que cantábamos en el patio de los psicóticos. Era un salón pequeño y angosto. A la vuelta estaban las piezas, unos habitáculos estrechos y amarillos que guardaban los olores fuertes de los días de encierro.

En la sala de los pacientes tenues, por decirlo de algún modo, el desinfectante primaba y los pisos irradiaban una blancura inexistente en los otros espacios. Ahí estaban Paco, Roberto y Clarisa. Ellos escuchaban música clásica durante el invierno, tapados con una colcha azul y larga que les llegaba hasta las rodillas. Parecían pollos con frío. Los violines del concierto de Mendelssohn sonaban entre los cuerpos y el aire helado mejoraba con la respiración alegre que propiciaba el grabador. En la época estival solíamos salir al patio de atrás y mirábamos los pájaros erráticos que se detenían, libres, en los paraísos. Paco, Roberto y Clarisa los miraban con especial interés, acaso buscando lo que no tenían.

A Ernestina la bañaban todos los días. Pero un día la encontré tirada en el pasto, como en señal de protesta. Me acerqué. Su rostro estaba inmóvil, con los ojos díscolos, y la frente arrugada como un acordeón. Le hablé. Ella no respondió. El médico de turno me explicó que la noche anterior había tenido un ataque y que lo que veíamos eran las secuelas del shock nocturno.

A pesar de todo, a Ernestina le gustaban las clases de música. Siempre estaba distraída. Cada tanto se conectaba y empezaba a golpear los toc toc en medio de la canción. Lo hacía sin ritmo, desfasada, y después de un rato tiraba el instrumento y se perdía en los pasillos.

Yo dejé el sanatorio. O, mejor dicho, me dejaron. No por nada especial. Hubo cambio de presupuesto.

De los pacientes sé algunas cosas que me cuenta una amiga. Sé que Ernestina no toca más los toc toc. Se ha perdido para siempre. Camina sola en los pasillos vacíos de la muerte.


Photo Credits: olavXO

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Píccola Gago
Píccola Gago
8 years ago

Conmovedor relato sobre personas muchas veces olvidados en Instituciones, por sus familiares y amigos . En cada uno de los establecimientos, existen una o muchas Ernestinas, que sólo se conectan con la música, porque les permite alejarse, tal vez soñar.

mercedes
mercedes
8 years ago

Bien Fabián!!!! gran texto, gran experiencia la que relata. Un abrazo

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