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paola maita
Photo by: Alexandru Paraschiv ©

Erizos

En 1851, Arthur Schopenhauer planteó el dilema del erizo. Este consiste en que, en un día frío, un grupo de erizos necesitaba darse calor entre ellos. El problema estaba en que, si se acercaban mucho, se hacían daños con las púas del vecino. Por otro lado, si se alejaban mucho, no sentían el calor del otro. ¿Cuánto exactamente tenían que estar separados los erizos para poder darse calor entre todos sin hacerse daño?

Esta parábola se usa para explicar como la distancia emocional funciona en los seres humanos: Si estamos muy, muy, pero, muy cerca de otro, nos hacemos daño; pero si no tenemos contacto con otros, también nos hacemos daño.

Pienso en lo lejos que he estado de los míos durante el confinamiento, en A., J. y V., tres personas que sé que han estado solas en sus casas durante todo este período. ¿Cómo se sobrevive a punta del pseudo-contacto-humano que puede dar una videollamada?

Siento que estoy tratando de encontrar ese calor, cómo trasgredir las barreras del distanciamiento, para que se haga más físico y menos social. Escucho a unos amigos rotos, a otros como si no estuviese pasando nada. El silencio de algunos habla más que todas las palabras que hemos cruzado en conversaciones kilométricas. ¿Realmente lo estoy logrando?

Veo en mi terraza a mis vecinos acercándose a nosotros en la medida de lo posible, es decir, un grito que va de un balcón a otro. Y es justamente esa la clave, la medida de la distancia que nos separa, esos dos (benditos) metros físicos pareciesen ser lo que nos podría ayudar a sobrevivir como especie, que se están convirtiendo en miles de kilómetros emocionales.

Por encima de la música, en el fondo de mi cerebro, suena una frase que no es mía: “Las vainas hay que hablarlas”. A su vez, todo el (poco) conocimiento que tengo sobre comunicación y relaciones humanas se agolpa en la alcabala de mis dedos que intentan sacar una idea clara, llegar a una conclusión coherente y darle forma a las ideas que divagan en mi mente en este momento.

Quizás este sea un momento de los erizos de la parábola de Schopenhauer, donde no sé cuánto es muy cerca y cuánto es muy lejos, al menos en el plano emocional. ¿Cuántas veces son demasiadas para preguntarle a alguien si está bien? ¿Será suficiente con hacerles checks desde la distancia?

Sé que puedo preguntar, hablar, lanzar mensajes al vacío, tantear al otro, aproximarme y alejarme como los erizos a ver cuánto es la distancia idónea en todo este fenómeno social que estamos viviendo a raíz de la pandemia.

También sé que no tengo una respuesta a esto que nos está sucediendo, que mi raciocinio se ha atragantado con artículos y listas de sobre cómo llevar esto, pero haría muy mal en ignorar mi instinto que me dice: “Nos hemos roto, todos, de golpe y sin previo aviso”. Y sí, estoy tentada a decir que eso está bien, repetir eso que me enseñaron las decenas de profesores de Psicología y los años de terapia: “estar mal también está bien”. Me obligo a recordar que esa frase no debo tomarla como un acto de indulgencia… Pero la verdad es que quiero otra respuesta, quizás una que no existe, y me toca aceptarlo. Estoy bien, en mi casa, trabajando, pero a la vez, me he roto como ser humano.

¿Cuánta es la distancia de los humanos-erizos? ¿Alguien lo sabe?


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