No puedo más. Por más que lo he intentado no lo soporto más. Lo haré de todos modos pese a lo mucho que me cuesta. Qué poco me imaginaba hace aproximadamente un año, cuando comenzó esta pesadilla, que acabaría de esta manera.
Entonces acabábamos de volver de vacaciones. Habíamos hecho un crucero por Egipto: Luxor, Gizeh, Abu Simbel. Relax, belleza, cultura y exotismo como recompensa a un año de durísimo trabajo. El primer día lo pasé contando mis vacaciones a los compañeros de la agencia de publicidad en la que trabajaba como ejecutiva. Por la tarde, cuando llegué a casa, empezó mi calvario.
Ya desde que abrí la puerta presentí que algo raro ocurría porque no estaba echado el cerrojo. Mis sospechas se confirmaron cuando me encontré a Julián, mi marido, sentado en el sofá del salón. Él solía llegar a casa más tarde que yo y no debía estar allí todavía. Lo vi extraño. Estaba taciturno, con la mirada perdida en el suelo. Le pregunté qué ocurría y me contestó que le habían despedido. «Despedido», recalcó. No me lo podía creer.
Julián era ejecutivo de una pequeña editorial. Llevaba más de quince años trabajando para ellos y estaba bien considerado por sus jefes. Incluso últimamente le habían hablado de un ascenso y un aumento de sueldo que nos permitiría hacer realidad un sueño que teníamos desde tiempo como era comprarnos una pequeña finca en el sur. Según me contó le dijeron que la editorial iba a ser absorbida por otra. En esta operación tendrían que reestructurar la empresa y debían prescindir de él.
Antes de las vacaciones nadie sabía nada de esta absorción. La editorial no estaba en una situación boyante, pero en ningún caso existía peligro de quiebra. Por tanto no circulaba ningún rumor ni apariencia de que esto pudiera ocurrir. Mi marido se encontró a la vuelta de las vacaciones con los hechos consumados sin opción ninguna de negociar. A traición.
Le dije que no se preocupara. No teníamos grandes necesidades económicas que no pudiéramos asumir, aparte de los caprichos que en cualquier caso podían ser prescindibles. Con mi sueldo podíamos tirar con cierta holgura.
En los meses siguientes Julián se entregó a una actividad frenética en la que llamó a todos los conocidos que le podían proporcionar trabajo, mandó currículums a todas las empresas del sector y leyó las secciones de trabajo de todos los periódicos por si aparecía alguna oferta para una persona con su perfil. Un día le llamaron para un trabajo. Era una editorial nueva que pretendía publicar guías de barrios chinos de las principales ciudades del país. El sueldo era ridículo y el trabajo despreciable pero, me decía Julián, algo tenía que hacer. Además estaban muy interesados en contar con él.
Fuimos a celebrarlo a nuestro restaurante favorito, el Suntory, un japonés. Cenamos sushi y makis. «Ya te dije que no debías agobiarte», le comenté a Julián. «Algo saldría». Brindamos y me besó como asentimiento de que había exagerado su preocupación.
Le iban a llamar en los próximos días y estuvo esperando esos días, unas semanas, un mes… Como no tenía noticias y comenzaba a impacientarse llamó él. Habían cubierto el puesto con otra persona que se adecuaba más. Y esta palabra, «adecuarse», fue la que siguió escuchando en las escasas entrevistas que pudo concertar en los meses siguientes. Para unos tenía poca experiencia, para otros demasiada, para unos cobraba poco y para otros era caro, para unos era mayor y para otros también. En cualquier caso nunca se adecuaba al perfil que buscaban.
No se explicaba que no quisieran contar con él. Estaba en lo mejor de la vida, tenía experiencia y una razonable ambición por prosperar. Y sobre todo le ponía frenético que no le dieran una explicación de por qué le rechazaban. Un día, después de recibir una negativa más, se presentó en la oficina del director de la empresa a la que había solicitado trabajo para que le diera una razón de por qué no le contrataban. Por supuesto el director no le recibió. Julián entonces se plantó ante el despacho y dijo que de allí no se movía hasta que no le dieran una razón convincente. Tuvieron que llamar al servicio de seguridad interna y mi marido casi acaba en la comisaría. De esto me enteré cuando regresé a casa y le vi con algún arañazo en la cara. Le pregunté y me contó el incidente. Al parecer perdió los nervios y desde luego los de seguridad no estaban para andarse con miramientos. Nunca, ni allí ni en ningún otro sitio, consiguió más respuesta a por qué no le contrataban que el «porque no». Cobró así conciencia de los años que tenía y de repente se sintió mayor. «Ya no hay trabajo para mí», me decía con amargura. «Nunca más encontraré trabajo». «He traspasado una frontera sin vuelta atrás». Yo trataba de elevarle la autoestima. Sabía que estaba pasando una crisis grave; la edad, el haberse quedado sin trabajo en ese momento, el triunfo de la ley de la selva en el mercado laboral… Intenté hacerle ver que nunca llovió, que no escampara.
Durante unas semanas tuve que marcharme a París por motivos de trabajo. Debía poner en marcha la campaña de lanzamiento de una importante cadena de supermercados franceses que pretendía instalarse en nuestro país. Cuando regresé a casa noté a Julián cambiado. No me preguntó por mi trabajo como hacía otras veces y estaba muy decaído. La verdad es que me produjo cierta impresión. Me dije que como habíamos estado separados unos días notaba más la diferencia y no quise darle mayor importancia.
Desde no me acordaba cuándo, salíamos a cenar con antiguos amigos con cierta regularidad. Eran cenas apacibles de sobremesas prolongadas en las que nos contábamos los últimos acontecimientos de nuestras vidas y cotilleábamos sobre terceras personas. Julián no tardó en poner pegas para no acudir. Según se acercaba la noche de la cena se iba transformando su carácter, volviéndose cada día más arisco. Unas veces tenía el estómago revuelto, otras se ahogaba, otras se mareaba. Las excusas absurdas que ponía eran patéticas. Por ir o no ir no hubo vez que no acabáramos discutiendo. Los enfrentamientos alcanzaron tal grado de tensión que llegó un momento en el que directamente me dijo que fuera yo sola porque no tenía ningún ánimo para salir y le daba igual lo que pensaran los demás.
Como yo tenía el compromiso con mis amigos iba. No recuerdo qué excusas ponía para justificar que no me acompañara mi marido pero seguro que eran igual de patéticas que las que ponía él para no ir conmigo. Mis amigos, que me querían bien, simulaban creérselas para que no me sintiera violenta, pero este afán protector muy al contrario provocaba en mí una mayor sensación de ridículo. No tardé en abandonar yo también las cenas.
Julián no quería salir de casa ni relacionarse con nadie. Se pasaba el día tumbado en el sofá viendo la tele o acostado en la cama escuchando la radio. A veces, incluso, permanecía en la cama dos o tres días sin levantarse. No se afeitaba y descuidaba su higiene personal. Había veces que olía mal. Yo debía de tener mucho tacto en tratar este asunto porque cualquier indicación que le hiciera, por sutil que fuera, le enfurecía. No se podía hablar con él ni razonar. Me tenía preocupada.
Llegó un momento de nuestra relación en la que me ahogaba. No nos relacionábamos con los amigos ni siquiera con la familia. Pasábamos el día encerrados en casa discutiendo por todo. No había cosa que hiciera o dijera que no la utilizara como un arma arrojadiza contra mí. Parecía buscar el enfrentamiento permanente. Para tranquilizarle le decía que no se preocupara por no encontrar trabajo. Con lo que yo ganaba podíamos vivir los dos con cierta comodidad. Pero esto, muy al contrario de calmarle, le ponía aún más furioso, violento incluso. Era como si echara leña al fuego. Enseguida comenzó a reprocharme que yo ganaba mucho, que quería llevar un tren de vida elevado, y con él, un parado, no podía hacerlo. Por eso quería dejarle. Parecía regodearse en su desgracia y querer acabar con nuestro matrimonio.
No sabía qué hacer. Yo también sufría. Una noche que cenábamos -más bien que cenaba yo porque Julián apenas comía, decía que no tenía derecho porque no trabajaba-, en uno de los muchos intentos que hacía para que recapacitara, para achicar en definitiva el agua que hundía nuestro matrimonio, Julián se dejó llevar por uno de sus cada vez más violentos y frecuentes arranques de furia y pegó un puñetazo en la mesa que resquebrajó el cristal de la superficie. Los dos nos asustamos. Él quizá más que yo, pero como buscando una justificación a su reacción se desbordó en una irrefrenable cascada de improperios y acusaciones contra mí en la que yo era la causa de todos sus males.
Aquél incidente me hizo comprender que Julián no tenía remedio. Lo nuestro era imposible y no había quien lo arreglara. Si seguía con él me arrastraría a su pozo de autodestrucción. Yo era capaz de ser feliz sola. Aún era joven y podía disfrutar de la vida. Por más que me doliera me separaría.
Y así es como ahora me encuentro haciendo mis maletas. Le dejaré una nota pegada en el televisor en la que le digo que le dejo. Que no trate de ponerse en contacto conmigo porque será inútil. Por su bien y por el mío. Es mejor así. Con brevedad y de una vez. Era inevitable.