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Silvina Lopez Medin

Epílogo

El agua donde se escribe

Neddy Merrill, el nadador, tiene la mirada de un cartógrafo: ve en las piletas de sus vecinos un curso de agua, un río. Neddy Merrill tiene un plan: atravesar a nado esas piletas hasta llegar a su casa. Ahí lo espera su familia. Neddy Merrill nada pileta tras pileta, cumple con su plan. Pero cuando por último, encorvado, resoplando, exhausto, llega a su propia casa, la encuentra inesperadamente vacía, abandonada.

El impulso dramático

La obra de teatro que escribí empezaba con un grupo de gente que toma sol en la terraza de un hotel y repite una frase que aparece al comienzo del cuento El nadador de John Cheever: “Anoche tomé demasiado.” De la nada, un hombre en traje de baño, empapado, sube las escaleras, aparece en la terraza, y lo primero que dice es eso mismo. Como sucede cuando uno escribe a partir de un personaje ajeno: éste es y no es el nadador de Cheever. Es y no es. Está como perdido en tiempo y espacio, y casi no habla en toda la obra. Es un provocador pasivo: está quieto, pero su mera presencia hace que el resto se agite a su alrededor.

El espacio, que en el cuento cambia en forma permanente, acá es uno solo, la terraza. La repetición, que en el cuento se da en términos de acción, acá se traslada al lenguaje. Estos elementos, sumados a la pasividad del personaje, hacen a la quietud de la obra.

El problema fundamental era esa misma quietud. Lo potente del cuento está en el movimiento. Cheever es un maestro del corrimiento espacial y temporal, que en este cuento está llevado al extremo: el nadador no deja de desplazarse, y el tiempo hace lo suyo, pero de una forma no lineal. En el cuento, el nadador y el tiempo avanzan a distintas velocidades y de distinto modo, no se encuentran, mejor dicho, se rozan de una forma extraña. La obra de teatro estaba demasiado quieta, perdió encanto, quedó trunca. Construida, pero abandonada como la casa del nadador.

Las 62 brazadas

Pasó tiempo. Una mañana soleada, como la del principio del cuento, miré la puerta cerrada de la casa de enfrente y anoté esto en mi cuaderno: “Has recorrido una a una las casas para no entrar en esta”. Una vez más aparecía el personaje del nadador. Tiré de esa línea y salió un poema. Uno de esos textos enmarañados, que piden aire. Pensé que podía llegar a abrir ese poema en una serie, y así darle el aire que necesitaba.

Me atrajo pensar un texto poético a la manera de un guión: en cada bloque ver qué hacía, qué le sucedía a ese personaje.

¿Por qué necesitaba que estuviera en el agua? Quería indagar los sentimientos que surgen al enfrentarse con un entorno no natural. Este personaje elige no pisar, mantenerse lejos de la tierra. La tierra es más dura, lleva a tomar conciencia, en el agua las cosas son livianas.

¿Qué es lo que lo impulsa a seguir cada vez? Empieza en una pileta, nada, alcanza el borde donde termina, sale, vuelve a zambullirse en otra, y así. La brazada también condensa algo de ese gesto: el brazo se extiende, pareciera que fuera a alcanzar algo y no lo hace: vuelve a hundirse, vuelve a salir.
Una mañana muy temprano anoté en mi cuaderno: “Estoy escribiendo sobre ese vacío, uno avanza, en la escritura, en la vida, sobre esa especie de vacío. Ese avanzar sobre el vacío es insistencia, es fe.”

La gran mayoría de las preguntas escritas en mi cuaderno, en la serie no salen a la superficie. Habrán quedado debajo, como esas hojas que se acumulan en el fondo de una pileta.

Una última cuestión era el final. Quería que, a diferencia del de Cheever, mi nadador llegara a la casa y siguiera de largo. Es de noche, él está quieto por primera vez, parado en un charco, el cuerpo seco. ¿Qué lo impulsa a ponerse en movimiento de nuevo? Llamé por teléfono a un amigo físico, hablamos de cómo en última instancia todo está siempre en movimiento, sólo basta elegir con qué compararlo. Cuando corté era de noche y escribí una parte del penúltimo bloque, el 61: “volvés/ la mirada hacia el cielo esas nubes/ cambian/ de lugar.” Al otro día anoté: “Él también sigue, se acopla a ese ritmo.” Y escribí el bloque 62, el último. Había pasado mucho tiempo desde que había escrito el primer bloque de la serie. Y más tiempo aún desde que había empezado la obra de teatro. Cuánto tiempo, no estoy segura. Cerré el cuaderno.
Y empecé otro.

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