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Entre molares no metamos los pulgares

Ambrose Bierce define los adagios como sabiduría deshuesada para aquellos de dientes flojos. Por esa sencillez para ser tragados, estoy seguro que si se hiciera un estudio lingüístico de alcance universal, la cifra del uso de refranes sería igual a la cantidad de trozos de papel higiénico, vasos de leche y besos que empleamos las siete mil millones de personas de la tierra.

También estoy seguro que en este momento alguien estará diciendo uno bajo el sol de Chipre, saldrá otro en un suspiro mientras se calculan impuestos en Idaho o una abuela sirve cuscús en Mauritania. Debe ser un número parecido al de la cantidad de gente que está compartiendo un abrazo o las hectáreas de bosque primario que se están perdiendo.

Recomiendo a quien busque la sabiduría olvidada –que es la mejor- se ponga a leer esta carne deshuesada de los tiempos más apolíneos, y no los consejos de ahora que son hervidos, desmenuzados y convertidos en papilla lista para la deglución.

Aunque estas sean herramientas tan necesitadas, ocurre, como en toda memoria, individual o colectiva, que unos se van perdiendo y entran al limbo que los clasifica como “en desuso”. Así están marcados en el Refranero multilingüe del Centro Cervantes Virtual, donde se salvaguardan desde el promiscuo a la tercera va la vencida al sumergido en aguas continentales muere Marta, muera harta.

Es más que natural ver como muchos de los desusados ocupan explicaciones léxicas. Uno que pudo haber sido el slogan de todos los centros de prevención de suicidio, Viva la gallina y viva con su pepita, quizás no encontró su éxito comercial porque habría que estar explicando que pepita es un tumor común en la legua de estos ángeles de corral, que le cierra al paso al cacareo.

A la vejez, aladares de pez, sería también ideal para campañas en contra de la adicción a las cirugías plásticas. Solo que habría que colocar la explicación correspondiente: aladares es la parte de la cabellera que se encuentra a los lados. Y la pez no hay que definirla, pero si explicar el hecho de que era una técnica común para disminuir canas y la calvicie.

Nos perdemos hasta de buenos insultos. Para criticar a alguien que siempre dice lo mismo: Ni olla ni tocino ni sermón sin agustino, pero el pobre insultado tendría que saber del uso del tocino en la gastronomía de hace un par de siglos y de la teología de San Agustín. Sin que el ofendido se ofenda, no tenemos insulto.

Tampoco podemos rescatar una advertencia para los atracones, Más mató la cena que sanó Avicena, porque ya no es dominio público la identidad de aquel médico del Siglo XI.

Aún así, algunas cuyo significado es diáfano, o podría serlo con cambiar algún arcaísmo, también parecen enterradas. Como este aviso, prudente ante cualquier elección o referéndum: Ovejas bobas, por do van unas van todas. O este, para saber decir que no a las pasantías porque todo trabajo debe ser retribuido:  El abad, de lo que canta, yanta (habría que cambiar yanta por comer).

Yo seguiría siempre el siguiente consejo, no meterse en problemas familiares ni entre dos personas muy cercanas: Entres dos muelas cordales, nunca metas tus cordales.  O el que establece Ollas sin sal, haz cuenta que no tiene manjar: para llegar a la perfección ocupamos todos nuestros recursos.

Pero parece que no son solo palabras antiguas lo que impide su uso, sino el lenguaje metafórico. Ahora estas guías elementales para la vida están acaparadas por libros de autoayuda y listicles. Parece que nuestra mentalidad es menos alegórica que antes; nos ocupamos de lo obvio, de la repetición.

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