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Esteban ierardo
Photo by: Bensun Ho ©

Entre las nubes

Algunos recuerdos son la única compañía de un solitario. Hans tiene tiempo más que suficiente para recordar. Y tiene su propio lugar para fingir que habita una casa amplia, acogedora, solo de él. Esa es su ilusión cuando se acomoda en un hueco que separa dos edificios, frente a la Cafetería Zimmermann, en la ciudad alemana de Leipzig.

Hans siente ya la pesadez de sus huesos, la dificultad para avanzar algunos metros, la desvanecida agilidad de la juventud remota. Ve adelante la calle y la cafetería, ese paisaje le acompañó durante las últimas décadas. Muchos se acostumbraron a su presencia, como quien se acostumbra a un árbol al punto de ya no verlo cuando se lo esquiva instintivamente.

El sol ha despertado, y sabe que debe esforzarse para ir a buscar el alimento mendigado del día. Pero esta vez, algo le aprisiona los hombros, lo hunde en el retazo frío de tierra que es su lecho. Somnoliento aún, empieza a recordar su llegada a esa cavidad en que se refugia como una suerte de cueva empotrada dentro de la densidad urbana.

Recuerda cuando, poco después de encontrar el hueco, un hombre a quien le gustaba fumar pipa llegó a la Cafetería Zimmermann. De a poco, descubrió de quién se trataba. En las tardes que ese hombre entraba a la cafetería, su soledad tenía algún descanso. Con sus pantalones andrajosos se sentaba sobre la entrada del lugar, junto a una ventana. Entonces escuchaba los bellos sonidos que surgían desde una reunión de músicos y espectadores. Hans entonces se embriagaba con la música. De sus ojos melancólicos desaparecía el sufrimiento, su cara rejuvenecía. No le preocupaban ya el tráfico en la vereda de las personas que le eran indiferentes u hostiles, o la amenaza de los caballos y carros casi constantes en las calles. En los momentos de fascinación musical, su mirada se propagaba hasta el cielo, las nubes, y los pájaros que navegaban sobre las corrientes del aire.

Entonces se olvidaba de lo que siempre recordaba, impotente: los hachazos de la vida que lo destinaron al abandono entre las calles y la nada. La Guerra de Sucesión Española le hizo saber que no era libre, y ni siquiera era dueño de su cuerpo. Porque sus brazos y piernas, su cabeza frágil y pecho poco protegido, conocieron la metralla en la batalla. Nunca entendió bien por qué combatía por ese Carlos de Austria. ¿Era para que fuera rey de España? ¿Y por qué tenía que interesarle eso? ¿Por qué lo obligaron a enrolarse en el ejército, cuando él quería otra cosa? Su padre no lo entendió, pero sí su tío, que le enseñó sobre orquestas, notas y composiciones musicales. Él tocaba bella música con un órgano, y también un violín y un piano. Eso hubiera querido: hacer los sonidos que se enamoran de una tarde de lluvia, o de un canasto de uvas y naranjas.

Escupido por una rabia impersonal, un balazo le atravesó una pierna. El dolor lo sintió como un mono que le clavaba un puñal. Cayó sobre el lodo. Junto a sangre coagulada en barro y miembros mutilados. Se desvaneció. Despertó después en un hospital de campaña. No fue necesario cortarle la pierna. Pero ésta le quedó como una carga de por vida; él debía arrastrarla, antes que ser sostenido por ella. Al principio recibió una pensión. Pero al llegar un nuevo emperador, su último apoyo del Estado se disolvió.

Ni su tío ni su padre podían ayudarle porque ellos, como dos hermanos, ya tenían su lápida. Comprendió que estaba solo, y que su pierna lo condenaba a la invalidez y la lástima. Aceptó su destino como una correa que manos invisibles ajustaron en su cuello. Y encontró el hueco, la calle, frente a la Cafetería Zimmermann. Y aprendió a pedir el sustento diario. Su última y larga batalla sería sobrevivir sin orgullo, y con la sospecha de que alguna escondida cobardía le impedía acelerar su partida.

Antes de dormir en su hueco, lo agobiaba la nostalgia por su juventud quebrada, y la oportunidad que no tuvo de entregarse al estudio de la música. Entonces, su único deleite era cuando el hombre de la pipa llegaba a la cafetería. Siempre estaba pendiente de su visita. Todos los recibían con respeto y expectativa. Y cuando todos estaban dentro del café, Hans se sentaba sobre la entrada, junto a la ventana. Y escuchaba. Se embelesaba. Sentía un tesoro que flotaba sobre el mar, o caballos salvajes que relinchaban sobre cumbres nevadas, o la caricia de la mujer que nunca conoció.

Una vez, con esfuerzo y algo de osadía, se paró para ver a través de la ventana. Entonces vio al hombre ya no de la pipa sino del órgano, o de un violín y de un piano, que encabezaba la reunión melómana. Él es la música, murmuraba Hans cuando todos se iban. Esperaba entonces al hombre del órgano, el violín y el piano para decirle gracias.

Al principio el músico no le prestaba atención hasta que una vez se detuvo, lo vio, y sintió la alegría y sorpresa del desvalido y empobrecido Hans mientras le decía gracias, gracias por la música. Esa música no me pertenece, le respondió la primera vez. Pero en una tarde en la que casi la lluvia y la noche se besaban, el hombre del órgano se paró frente a Hans.

-Parece muy emocionado, buen hombre-le dijo.

-Hubiera querido aprender música. Pero al escucharlo casi siento que mi desgracia se justifica, porque me hizo llegar hasta esta cafetería, y aún desde afuera, puedo escucharlo a usted, maestro. Gracias, gracias.

El hombre de la pipa era de gestos más bien hoscos y severos. Pero sonrió, y sintió una simpatía que quizá no había sentido antes por nadie.

-Buen hombre, usted es el único que escucha aquí. Alguna vez escuchará la otra música, la que busco, la que nace de entre las nubes.

Y el hombre del órgano puso muchas monedas en el bolsillo del saco sucio y descalabrado de su inesperado admirador. Y se fue. No volvió más. Hans no entendió sus últimas palabras, aunque borrosamente intuyó su sentido. Y siguieron viniendo personas a escuchar música, en la cafetería. Hans siempre se atrevía a preguntar cuándo volvería él. Nadie le contestaba, hasta que, luego de varios años, un caballero de rostro bondadoso se apiadó y le dijo: Señor, él no vendrá. Murió el año pasado.

Hans sintió un latigazo en la frente. Esa noche lloró en su hueco, largamente hasta que el sueño lo venció.

Y los años se suceden. Siempre la rutina del pedido de compasión, la lástima, el desamparo, la pierna como castigo, y la ayuda de algunas almas caritativas, y el desprecio de otras. Y un perro tan abandonado como él, se detiene en el hueco, lo olfatea. Él lo acaricia. Y Hans envejece con su perro, que lo llama Orfeo. Los años devastan su cara. Y la añoranza por la música del hombre de la pipa y el órgano, el violín y el piano, lo abruman en los ocasos.

Y antes del arribo del último ocaso, un tropel de nubes se aposenta sobre la ciudad. Hans ya está en su hueco. Orfeo va a buscar algo de comida entre desperdicios arrojados en una esquina. Y al volver, un carro encendido por una velocidad de caballos jóvenes y briosos, se abalanza sobre el perro. Por alguna razón, esta vez Orfeo no se mueve, no esquiva la mole de maderas, metales y corceles que se le arrojan. Hans grita. Recupera algo de su prontitud de otros tiempos, se lanza sobre Orfeo.

El carro apenas logra frenar. El cochero insulta al solitario. Nervioso, desesperado, Hans logra moverse algo más hacia la entrada de la Cafetería Zimmermann. Se recuesta sobre la pared. Siente un feroz dolor en la pierna que, luego, como un alud inclemente y oscuro le sube por la espalda. Las nubes se convierten en lluvia, y la lluvia en la voz de una tormenta.

Orfeo está a su lado. Y Hans sabe que su sinfonía de sonidos ásperos está por terminar. Entonces, recuerda cuando Bach llegaba a la cafetería para tocar su música, que decía que no era suya, y que él tanto agradecía. Y alza la mirada hacia el cielo tormentoso y, de a poco, como el maestro le dijo, escucha una música, esa música de órgano, que nace de entre las nubes.


Photo by: Bensun Ho ©

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