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eduardo vilades
Photo Credits: Jeffrey Smith ©

Entre Bambalinas (Parte VI)

Un último tipo que enumeraría sería el abraza-árboles, actores que tienen algunos elementos del iluminado y la diva pero que lo aderezan con una filosofía budista de saldo.

El día de la primera lectura, al entrar en su casa, te invade un olor a incienso y bergamota realmente embriagador y se niegan a interpretar papeles en los que la humanidad esté en peligro porque ellos son los adalides del bien común. Una muchacha que no llegaba a los 30 años (nacida por lo tanto después de Barcelona 92, ¡hecatombe!) me recibió en su salón entonando esta maravillosa melodía:

Edelweiss, edelweiss, 
cada mañana me saludas, 
pequeña y blanca, limpia y brillante, pareces feliz de encontrarme. Flor de la nieve que floreces y creces, florece y crece por siempre. Edelweiss, edelweiss, acompáñame siempre.

Estuve a punto de reemplazar mis infusiones de melisa y brócoli al vapor por estricnina en vena, pero no caí en la tentación y lo superé. Tengo entendido que esta actriz se trasladó a vender telas a Calcuta, ciudad en la que ha encontrado su verdadera vocación. Allí seguro que se muere de hambre de verdad, Calcuta no es Zúrich.

Hace no mucho tiempo tuve que hablar con un director de una sala de tamaño medio en Madrid. Se había abierto hacía unos meses y acudían los gafapastas e intelectualoides de la ciudad, quienes después hacían un par de reseñas en alguna revista de moda para que todo el mundo pensara que la sala en cuestión era Broadway.

Quiero obras transgresoras que muestren la furia y la conciencia de la sociedad, solía decir ese gerente.

Es decir, quería que los actores se desnudasen. O te desnudas o no eres nadie. Eso es la transgresión en el teatro contemporáneo. Lo terrible es que parte del público considera que declamar a Shakespeare en paños menores tiene más mérito que hacerlo con la indumentaria tradicional.

Una vez acudí a un pase de una pieza en la que un actor desnudo animaba a los espectadores a salir a escena con él y recitar unos versos de Lope de Vega. Acercaba su miembro a la pierna de la señora mayor que había acudido a verle con su marido prostático o bien se restregaba por la espalda del adolescente de turno con las hormonas desatadas. Después, en las redes sociales o en las reseñas que le hacían en prensa, dejaba claro que su cuerpo desnudo no era un obstáculo para ahondar en el arte con mayúsculas. La obra triunfa en escenarios de España y Sudamérica. Las mías, en el sofá de mis amigos, quienes me alaban por lo bien que escribo y me invitan a unos huevos fritos con chistorra en su casa porque no puedo permitirme cenar en un restaurante.

Divas, abraza-árboles, nazis e iluminados.

¿Quién faltaría?

Nosotros, los autores.

Yo.

Nos caracterizamos por la grandiosidad y la necesidad constante de admiración.

Tenemos un enorme sentido de autoimportancia.

Creemos que somos especiales y únicos.

Nos encanta que la actriz protagonista de una pieza nos abrace, se emocione y nos diga que le apasiona cómo escribimos aunque después asegure que no valemos nada.

Exigimos una admiración excesiva de esa actriz protagonista y de toda su familia. Pero lo escondemos con falsa modestia. Nos hace enloquecer que los medios de comunicación se hagan eco de nuestras creaciones, aunque a los demás les decimos que nos da vergüenza y que no entendemos cómo nos ponen tan bien.

A veces presentamos comportamientos arrogantes y soberbios.

Nadie sabe lo que nos fastidia estar en la sombra cuando el director y los protagonistas se llevan todos los aplausos.

Llegados a este punto, ¿cómo me definiría?

Puedo ser una diva venida a menos, mostrar comportamientos ególatras, presuntuosos, narcisistas, mediocres. Me han llamado loca, marquesa, pijo, egocéntrico, creído, iluminado, gafapasta, intelectualoide de tres al cuarto, pánfilo, palurdo, mediocre, endiosado, mandamás, gilipollas la mayor parte del tiempo.

Los dramaturgos tenemos la suerte de reunir en una sola figura lo que actores, actrices y directores se esfuerzan por conseguir. ¿Cómo me llamo a mí mismo? No lo pienso, solo sé que estoy vivo y que sigo manteniendo intacta la capacidad de crear.

Me he emocionado con tu obra porque me ha recordado las ganas de vivir que tenía antes de perderlas definitivamente, me aseguró una señora al término de una de mis obras.

Yo hace tiempo que las perdí, pero busco que quienes han experimentado lo mismo que yo recuerden que las tuvieron en algún momento de su vida y sonrían gracias al arte y la cultura, la única medicina que puede sanarnos en este mundo de hipocresía y falsas apariencias, frivolidad, desidia y tristeza. Bécquer dijo que el alma que puede hablar con los ojos también puede besar con la mirada. Yo mantengo intactas mis ganas de conversar y mi deseo de encontrar a alguien que acepte un beso de esas palabras. Creo que no hay nada de malo en eso. Porque el alma, cuando convierte los sueños en besos de eternidad, es teatro.


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