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teatro
Photo Credits: Susanne Nilsson ©

Entre bambalinas (Parte IV)

Sucedió a primeros de diciembre de hace tres o cuatro años, no lo sé con seguridad, es un episodio de mi vida que recuerdo de modo difuso. Sí que me acuerdo de la morralla, que es lo que ahora voy a contar.

Yo había acudido a Barcelona para el estreno de una de mis piezas dramáticas, dirigida por un gafapasta que unos compañeros me habían recomendado. A mí me gusta comer a diario y me hacía falta el dinero, de manera que aposté por el primer postor. Si alguien lee esto y se rasga las vestiduras pensando que comercializo con el arte, que se joda. Era un chaval con greñas rubias y barba canosa mal cuidada que se creía heredero de Mark Vanderloo. Pensaba que se conservaba de escándalo y que aparentaba muchos menos años de los 45 que tenía gracias a su vida sana y buena genética. Al mismo tiempo, como me aseguró una noche medio borracho y hasta arriba de marihuana, consideraba que era superdotado y el 90% de la gente le aburría porque no le aportaba nada (a mí me pasa lo mismo, pero no lo digo a la primera de cambio). Andaba como si estuviese levitando y su discurso, como no podía ser de otra manera, estaba salpicado de momentos bellos, fascinantes, sublimes y embriagadores. Vivía por encima del bien y del mal y miraba a los demás de refilón, aunque escondía esa actitud de perdonavidas adoptando el rol reina de los mares defensora de los que sufren. Cada vez que se cruzaba con alguien le tocaba el brazo y le sonreía con candor, entornaba los ojos y le prometía que la semana próxima tomarían un café para reír y llorar juntos en esta aventura de la existencia humana.

A pesar de todo lo que acabo de decir, caí en sus redes y me enchoché. No me enamoré de él, que uno tiene dignidad, pero reconozco que llegué a obsesionarme. No atravesaba un buen momento personal por aquel entonces, lo acababa de dejar con mi pareja y estaba muy solo. Así pues, encontrarse con alguien que te habla como si fueses el vellocino de oro y que asegura recargarse de paz gracias a tu energía siempre es atrayente en primera instancia. Uno se siente especial, hipnotizado por ese carácter champán de la farándula, hasta que te das cuenta de que todo es un montón de mierda y de que la vida no consiste en imitar a Corín Tellado sino en cagar, mear y perderse, en tener días malos, en estar hasta el coño de todo, en decir palabrotas, dejarse llevar y quejarse.

– ¿Qué tal estás?
– Aburrido.
– No sé si me merece la pena plantearme la vida con una persona que se aburre. Algo en tu interior chirria. Me desconciertas.
– Chico, no me montes una escena de Woody Allen, simplemente te he dicho que tengo un día tonto, que se me cae la casa encima.
– A mí jamás me sucede esto.
– Pues que suerte tienes, casi todos mis días son aburridos y estoy hasta las narices de tanta tontería.

Así era ese mendrugo, un puto coñazo, sin paños calientes.

A bayeta. Su sexo olía a bayeta, pero bayeta abandonada en el alféizar de la ventana un día de mediados de agosto tras haberla usado para limpiar los platos de la lubina al horno de la noche anterior. Y no en Soria que, con los aires de la montaña, tira que te vas, sino en el centro de Sevilla.

A toalla. Su sexo olía a toalla, una toalla metida, todavía húmeda, en el armario del pasillo al sacarse del tendedero una tarde que amenazaba lluvia y que, al ponerla en el baño y secarse con ella, saltan las alarmas. Y no en Madrid, donde la sequedad del clima podría ayudar a que la toalla se quedase más dura que una piedra, sino en un piso en la costa levantina.

Humedad, bendita humedad humana.

Las cinco veces que coincidimos llevaba puesto el mismo pantalón vaquero. Aseguraba que le quedaba muy bien. No se daba cuenta de que había que llamar a Sanidad al quitárselo. Nunca hubo sexo, simplemente toquiteos varios que al llegar a los terrenos de labranza y descubrir que tras el calzoncillo se escondía Fukushima se convertían en un me ha entrado una migraña insoportable, cariño, ¿te importa que lo dejemos?

De todos modos, aunque su manubrio, tamaño muy estándar, hubiese olido a magnolias tampoco habría pasado nada porque me ponía la cabeza como un bombo con su discurso cursi y prepotente, lleno de lugares comunes y de intentos por hacerse el interesante adoptando una actitud de psicoanalista de saldo que mataba toda lujuria y concupiscencia.

Desde entonces, mi política es clara: dilátate, deja que te folle y después abúrreme con La Ilíada, al revés jamás. Algunos me tachan de básico, lo soy, no me descubren América, pero bastante más sincero que esos bebecharcos con discurso florido. Supongo que me encantaría trajinarme a alguien leyendo poesía medieval o perfilando mi próxima obra al tiempo que le perforo en busca de petróleo pero, de momento, este pensamiento está condenado a provocar risas (o hastío o envidia o asco o lujuria) en estas líneas.

El cebollino en cuestión no era nadie en el mundo de la escena. Yo le daba mil vueltas en todo, aunque me empeñaba en endiosarle porque uno de mis problemas es que soy demasiado humilde y me quito mérito. Para más inri, no entendió la esencia de la pieza teatral que estaba dirigiendo y convirtió en comedia cabaretera un texto dramático con el alcoholismo como telón de fondo.

No sé nada de él desde que me dejó colgado con un segundo proyecto que teníamos entre manos al no aceptar que, como amantes, no teníamos futuro. Aún estoy esperando un mensaje de disculpa. Somos amigos en Facebook. Es el típico que mete una media de 40 selfies diarios, fotografías varias de su primer café con leche, su indispensable visita al baño, una vista desde la ventana de su casa al mediodía, de la cola del supermercado, de una colilla tirada en el suelo con matices artísticos o de su madre preparando un cocido.

Su cumpleaños es en febrero. Estoy pensando en regalarle un bote de KH-7 o un bono para que vaya a la lavandería.


Photo Credits: Susanne Nilsson ©

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