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Aleqs Garrigóz

Ensayo y error: última voluntad

Si padeciera de esa enfermedad mortal de la sangre que tanto me horroriza, te pediría que fuéramos juntos a la playa que más te gusta a pasar un día, en ese puerto de palmas y almendros donde nos encontró la juventud y que no has querido dejar. El sol guardaría en su ojo cada escena de una fantasía tan real en la que el dolor y la angustia no tendrían lugar. Un reloj de arena imaginario empezaría a marcar los últimos instantes felices de mi marchita lozanía.

Al empezar a rayar la mañana, sin zapatos, caminaríamos por un litoral de polvillo de oro y brisas, buscando la caracola más perfecta, el claro más seguro. Allí armaríamos una casa de campaña; recogeríamos maderos para hacer una fogata en la que asar malvaviscos y tomates, en la que cocer una cazuela de habichuelas para comerlas con el pan de nuestra compañía.

Al mediodía, platicaríamos de todo lo que vivimos juntos entre el ruido de la gente que alguna vez no nos dejó encontrarnos, de nuestra niñez en la que me hubiera gustado conocerte para jugar contigo almohadazos, de los amigos que quisimos y se fueron, de las veces que lloramos por que el amor nos quebró, y de muchas tonterías tan sólo para explotar en carcajadas hasta donde la saliva nos alcance, frente a frente, descubriendo en nuestras caras hoyuelos que no nos conocíamos. Nos quedaríamos algunos momentos en silencio, pero ese silencio no sería incómodo, pues en él vibraría el afecto.

Y nadaríamos largamente, flotando sobre una paz sin orillas, bajo un cielo colmado de luz, blanco como tu pecho. Y me enseñarías a jugar fútbol. Yo te enseñaría algunos pasos de baile extraños y te tiraría súbitamente en la arena, para hacerte cosquillas. Te levantarías queriendo tirar de mi escasa ropa, persiguiéndome por la orilla espumosa del mar, esa lengua de agua queriendo escurrirse en nuestros cuerpos. Un perro pequeño nos seguiría ladrándonos, por no ser capaz de comprender tanto alboroto y tantas risas.

La tarde caería sobre nuestra dicha y, tiernamente cansados, nos recostaríamos en una duna a mirar las barcas, los pelícanos pasar, sin nada en qué pensar mas que en la inmensidad del mar y del cariño.

Antes del atardecer entraríamos a nuestra casa de campaña a pelar naranjas, a cantar himnos de correspondencia. Fuera de ella ya habríamos construido un castillo de piedrecillas con murallas tan sólidas como lo que siento por ti.

Veríamos juntos el ocaso, sin llorar. (Nadie hablaría de mis brazos marcadamente flacos, ni de las zonas ya calvas en mi cabeza queriendo recostarse en tu hombro, ni de la tos que a veces me atacaría haciéndome escupir espesamente.) El ocaso que nos recuerda que todo acaba como lo hacen la juventud, la alegría y la vida. Así llegaría a su fin nuestro día juntos. Y estaríamos entonces más morenos que el caramelo, dulces como él, y más compenetrados que la sal en el océano. Pero irremediablemente enfrentaríamos el adiós.

Con un abrazo, en el que se rozaran nuestras mejillas, nos despediríamos por última vez. Tú te irías a tu casa y yo a la mía: tú a cumplir las obligaciones, las formalidades absurdas que nos impone la sociedad; yo a descansar y a inyectarme medicamentos, lejos de la música de las palabras que disfruté en tu labios, del olor de nuestro sudor que se hermanó en el aire. Atrás quedaría el hueco que dejaron nuestras espaldas en la arena. Nuestras pisadas las borraría la marea. Las olas golpearían la playa hasta arrasarla.

Pero acaso, por la noche, fatigados y aún ebrios de recuerdos, en la soledad de nuestras habitaciones, antes de descender a la caverna del sueño, bajo unas sábanas tibias y recién lavadas, tú pensarías en mí y yo pensaría en ti. Y entonces sonreiríamos al mismo tiempo.

Y entonces ya no tendría miedo de morir dormido.


Photo Credits: thesqueedler

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