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Emmanuel

CARACAS: Allí está, como siempre.

Sentado en una esquina de la avenida Libertador, predecible y puntual, como las lluvias en Mayo o la salida del sol bajo el Ávila.

Sus cabellos son rizos de azúcar y la cara una hogaza quemada, recién salvada del horno. Lleva lentes oscuros y un viejo bastón en la mano. Es ciego, y tal vez ni siquiera sospeche la hermosura del destello de luz que le alumbra el semblante cada vez que una sonrisa, algo pícara, le enciende los labios curtidos.

Es parte del paisaje urbano, mas no se confunde con él.

Su presencia es una certeza del alma. La vida y los carros lo superan de prisa, dejándolo atrás, aunque el tráfico intenso no logra ocultar su noble estampa de anciano pastor.

Se llama Emmanuel, y no pide limosnas.

Sólo está allí, solitario y atento. Su oído entrenado reconoce el sonido de las voces amigas; el tacto dudoso acaricia un instante monedas y billetes, antes de que caigan sonoros al pote de plástico que le roza las piernas delgadas.

Contesta feliz mi saludo, cándido como un niño inocente.

Le pregunto cómo está, bromeo con él, le recomiendo que no tome mucho sol, en un ritual infalible de acostumbrada rutina, y su larga retahíla de bendiciones sinceras me cubre como una cascada refrescante, acompañándome un buen rato al alejarme, mientras su sonrisa especial me contagia, una vez más, su alegría.

Si sus ojos son ciegos su alma, en cambio, puede leer muy bien…

Emmanuel es mi feliz cita obligada.

Los domingos, al regreso del Parque del Este, miro ansiosa a lo lejos y su imagen menuda es un remanso de paz en el caos citadino.

Últimamente, al ver en su rostro las marcas, cada vez más evidentes, del tiempo que pasa y su esqueleto un tanto encogido me pregunto qué haré el día en que ya no esté más aguardando inmóvil en su esquina y quizás sí, aún sin él, la avenida Libertador seguirá siendo esa honda herida de dolor apremiante.


Photo Credit: Thomas Leuthard

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