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daniel campos
Photo Credits: Chris Penny ©

Encuentro tico-mineiro en San José

Hay detalles de las personas que vas encontrando por la vida que, a veces, se quedan como semillas en tu mente y corazón, para germinar en forma de amistad muchos años después.

Caro y yo nos reencontramos en el Teatro 1887, junto al arbolado y pacífico Parque España en San José, después de muchos años. Se estrenaba una puesta en escena de la obra Rompiendo Códigos sobre el matemático inglés Alan Turing. Era una coproducción de la Compañía Nacional de Teatro que dirigía nuestra amiga en común Moy, quien nos invitó.

Los tres habíamos sido compañeros en la escuela México. Yo pensaba que Caro y yo no nos habíamos visto desde entonces. Pero cuando nos reunimos en el teatro, Caro me aclaró que una vez nos habíamos encontrado en la Universidad de Costa Rica, antes de que yo emigrara. Fue en el pretil de Estudios Generales, el tradicional punto de socialización de los estudiantes de primer año. Yo no lo recordaba quizá porque en esa época andaba muy perdido en la vida y a punto de marcharme del país.

En todo caso, yo siempre había recordado a Caro con mucho cariño. En sexto grado ella era la «novia» de mi mejor amigo, R, y yo era el “novio” de L, prima de Caro. Éramos inocentes novios de mentirillas. En la escuela ni siquiera nos dábamos la mano y ellas en los recreos jugaban con las otras niñas mientras nosotros jugábamos futbol con los compas. Pero una vez R y yo fuimos a visitarlas a la casa de Caro. En un momento en que estábamos los cuatro solos, R, más audaz que yo, les dijo que nos dieran un beso. Ellas se miraron. Yo creo que Caro sí quería porque le brilló la mirada, pero L respondió: «Es que no nos dejan». ¡No nos dejan! De chiquillo creí la respuesta. Después aprendí que quienes tienen muchas ganas de besarse, se besan, aunque «no les dejen» los papás o las circunstancias.

Además, una vez Caro me había contado que su mamá era brasileña, del estado de Minas Gerais, y por algún motivo eso a mí se me grabó. Veintiún años después, cuando viví brevemente en Belo Horizonte y recorrí bastantes pueblitos coloniales de Minas Gerais, me acordé de Caro y su mamá, y me pregunté por dónde andarían. Aún tendría que esperar varios años para saberlo.

Finalmente llegó el momento, aquella noche de teatro. Después de la obra fuimos a tomar unas cervezas al Lobo Estepario, un bar donde se reúnen los actores josefinos después de las funciones. Rodeados del gremio teatral en ese bar bohemio, de paredes negras decoradas en tiza con dibujos, poemas y aforismos filosóficos, nos pusimos al día sobre las vueltas de la vida.

Caro conservaba en sus ojos café-tueste-oscuro la misma mirada alegre y un poco tímida de la niña que conocí. En la universidad había estudiado administración de negocios. Después había trabajado en varias empresas transnacionales. Por trabajo y placer había viajado por el mundo. Pero por su vocación de servicio y conciencia social, había pasado a trabajar para el Estado. Administraba las tiendas comerciales de una institución cuyo lucro se destinaba a beneficiar programas de bienestar social. Así ponía sus talentos y capacidades profesionales al servicio de la sociedad. No era fácil, por marañas burocráticas, pero lo hacía con idealismo. Su labor era una manifestación de su buen corazón. Su mamá, como toda su familia, se encontraba bien.

Por mi parte le conté que en Belo Horizonte había tenido dos actividades favoritas para conocer gente. Los sábados al mediodía me encantaba comer feijão tropeiro, un platillo típico mineiro, en el Mercado Central. En cada uno de los puestos de comida del mercado lo servían y cada puesto tenía sus parroquianos habituales. La gente pedía el tropeiro y compartía la cerveza con que lo acompañaban. Comiendo tropeiro y compartiendo cerveza llené de tertulias muchos sábados. Los domingos me gustaba ir a ver arte y gente en la Feira Hippie en el Parque Municipal. Caro me contó que a ella le encantaba ir de niña y ver todo tipo de creaciones artesanales cuando la feria se realizaba en la Praça da Liberdade.

Conforme conversábamos, reparé en que habíamos compartido años de escuela, con sus juegos y «noviazgos», en San José; un breve momento que yo no recordaba en el pretil de la U.C.R.; y, en distintas épocas, los mismos placeres en mercados y ferias de Belo Horizonte. Aquella noche, compartimos una obra de teatro y una tertulia en un bar bohemio, con Moy cerca. Germinaba una amistad y me sentía un poquitico más en casa en San José.


Photo Credits: Chris Penny ©

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